Para Tolkien como para Lewis, los cuentos de hadas son, además de un magnífico entretenimiento, un vehículo ideal para transmitir los grandes temas de las Escrituras: Creación, Caída, Redención y Consumación.
Se cumplen ahora 50 años del fallecimiento de J.R.R. Tolkien el 3 de septiembre de 1973. Para los que amamos la obra del genial autor británico, que había nacido un 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, Sudáfrica, este aniversario nos ayuda a recordar la influencia de su literatura en nuestras vidas. No puedo disociar El Señor de los Anillos, tanto el libro como las películas de Peter Jackson, con algunos de los momentos más felices que he pasado, personalmente, y junto a mi familia y amigos. De hecho, recuerdo que uno de los cuentos que les leía a mis hijas de pequeñas era El Hobbit. Por cierto, Tolkien escribió que tanto Bilbo Bolsón como Frodo, los hobbits más famosos, cumplían años el mismo día, ¡un 22 de septiembre!
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Mi aprecio por Tolkien, como le pasa a tantos otros, está imbricado con el de C.S. Lewis. Recordando la amistad que unía a ambos escritores pude pasear, hace ya algunos años, por Addison's Walk, una preciosa senda en los terrenos del Magdalen College en Oxford, Inglaterra, por la que solían deambular juntos. Fue en ese sitio donde tuvo lugar aquella célebre conversación entre Hugo Dysson, Lewis y Tolkien, un 19 de septiembre de 1931, que se prolongó hasta las cuatro de la mañana, y que tuvo como resultado final la conversión cristiana del autor de Las Crónicas de Narnia.
Es verdad que la obra de estos autores presenta, como no podía ser de otra manera, marcadas diferencias, pero es también cierto que sí se puede apreciar un hilo conductor entre Tolkien y Lewis, los así llamados cuentos de hadas (esta expresión designa un género literario concreto, el de la fantasía, cuyo elemento central sería el prodigio). La definición exacta de cuentos de hadas nos elude, diría Tolkien, aunque se atreva a sugerir algunos rasgos definidores: “Ancho, alto y profundo es el reino de los cuentos de hadas, y lleno todo él de cosas diversas: hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas; belleza que embelesa y un peligro siempre presente, la alegría lo mismo que la tristeza, son afiliadas como espadas. Tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves”. Pues bien, para Tolkien como para Lewis, los cuentos de hadas son, además de un magnífico entretenimiento, un vehículo ideal para transmitir los grandes temas de las Escrituras: Creación, Caída, Redención y Consumación.
Muchos son los pasajes de El Hobbit, El Señor de los Anillos o de El Silmarillion que me encantan. Algunos retengo en la memoria, en parte también por las alusiones en las películas. De hecho, El Señor de los Anillos está entre esos libros que releo con alguna frecuencia. Para los que todavía dicen que esta literatura es solo para niños, me gusta recordar las palabras que C.S. Lewis escribió para Lucy la hija pequeña de un buen amigo suyo Owen Barfield: “Algún día serás lo bastante mayor para volver a leer cuentos de hadas”. Forman parte de la dedicatoria de El León, la Bruja y el Armario, la historia más conocida de Las Crónicas de Narnia.
Es verdad que no he llegado a leer El Señor de los Anillos varias veces como ha hecho un pastor evangélico inglés, un buen amigo mio, pero no renuncio tampoco a repasarlo de vez en cuando. Para los que hemos vivido, estudiado y trabajado en Inglaterra, muchos aspectos de la cultura británica no nos resultan extraños a la luz de la obra de Tolkien. ¡Y es que los hobbits parecen tener algo de ingleses! Aunque, en realidad, ¡tienen mucho más de humanos, aunque no lo sean!
Pero si tuviera que señalar ahora un aspecto de la obra de Tolkien escogería referirme a un concepto suyo que me resulta fascinante y que no ha sido tratado tanto, el del eucatástrofe. El término aparece en un ensayo suyo titulado Sobre los Cuentos de Hadas. En concreto, el creador de los hobbits, afirma que: “La eucatástrofe es la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más elevada misión”. La traducción de esta palabra sería la buena catástrofe. Parece un término contradictorio pues un suceso desdichado o una desgracia no puede ser bueno, pero lo que quiere expresar Tolkien con este vocablo es “el repentino y gozoso giro … una gracia súbita y milagrosa que trae un final feliz.” En un sentido, no puede sorprendernos que aluda a esta palabra pues el género literario en el que Tolkien era un maestro consumado, el cuento de hadas, tiene un radiante desenlace. “Casi me atrevería a asegurar”, dice Tolkien, “que así debe terminar todo cuento de hadas que se precie”. Pero, es evidente que ese final feliz no se alcanza sino a través de superar enormes peligros y dificultades, para lo cual Tolkien ha acuñado otro término, discatástrofe, la existencia de “la tristeza y el fracaso”, pero que nunca será la última palabra de la realidad.
Pero, eucatástrofe, por supuesto, está aludiendo a otro voz que nos resulta más familiar: evangelio, las buenas noticias centradas en la Persona y la Obra de Jesucristo: su vida, muerte y resurrección para salvar a los pecadores que pongan su fe en El. Para Tolkien la eucatástrofe de todo buen cuento de hadas es “un lejano destello, un eco del evangelium en el mundo real … el nacimiento de Cristo es la eucatástrofe de la historia del hombre. La resurrección es la eucatástrofe de la historia de la encarnación”.
El autor de El Señor de los Anillos llega a esta conclusión de un modo extraordinario, por medio de la noción de alegría que se experimenta ante el desenlace feliz y final de estas historias, que es: “ese gozo que yo he elegido como carácter o sello del auténtico cuento de hadas (y del de aventuras)”, enseña Tolkien. Con ello, revela que esa conclusión que trae felicidad es: “un súbito destello de la verdad o realidad subyacente”, la de la completa derrota del mal, y la victoria final del bien, la cual ha garantizado el Señor Jesucristo por medio de su muerte en la cruz.
Y es que, según J.R.R. Tolkien, la historia de la Redención “comienza y finaliza en gozo. Posee de manera preeminente la consistencia interna de la realidad. Nunca los hombres han deseado más comprobar que el contenido de una historia resulta cierto, ni hay relato alguno que por sus propios merecimientos tantos escépticos hayan dado por verdadero”. Por eso, el placer que experimentamos ante el descalabro de Sauron, la coronación de Aragorn, o el regreso a casa de Bilbo Bolsón, nos está apuntando a esa auténtica celebración de la consumación del triunfo de Cristo sobre el mal: “Y el Señor de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados. Y destruirá en este monte la cubierta con que están cubiertos todos los pueblos, y el velo que envuelve a todas las naciones. Destruirá a la muerte para siempre; y enjugará el Señor toda lágrima de todos los rostros; y quitará la afrenta de su pueblo de toda la tierra; porque Jehová lo ha dicho. Y se dirá en aquel día: He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es el Señor a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación”, Isaías 25.6-9.
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Será el júbilo una de las notas más destacadas de aquel lugar. Consistirá en la satisfacción profunda y creciente que disfrutará la iglesia con su Salvador y Señor por toda la eternidad. Como afirma exultante el salmista: “Me mostrarás la senda de la vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre”, Salmo 16. 11.
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