Una mañana lluviosa de invierno en la autovía hacia O Xinzo, un frenazo, un patinazo, y el coche con tres chicos se empotró violentamente contra un camión. Uno murió en el acto. El hijo de Cándido y Marité.
Cándido coge la Biblia con sus manos grandes, ásperas, curtidas en el andamio en las madrugadas de invierno y el insoportable calor del verano de Ourense. La coge con cariño y reposado respeto. Levanta los ojos con timidez hacia los oyentes y los baja en silencio para empezar a leer con pausa, a veces tropezando y volviendo a leer palabra a palabra, versículo a versículo. Cierra la Biblia e inicia su reflexión con las gafas en la mano, yendo y viniendo en su exposición sin que a veces puedas seguir bien el hilo.
No, no esperéis una predicación gallardamente articulada y contextualizada, no. Pero sí definitivamente plena de sincera convicción. Y no tengo duda, con todo el reconocimiento por los colosales sermones que he escuchado de grandes predicadores a lo largo de toda mi vida, Cándido me dio el sermón más grande que jamás he escuchado.
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Era una mañana de invierno. Tres jóvenes salían en coche por la autovía hacia O Xinzo. Llovía. Un frenazo, un patinazo, y el coche se empotró violentamente contra la trasera de un camión. Uno de los chicos murió en el acto. El hijo de Cándido y Marité.
Era fin de semana víspera de un puente. Me acerqué al hospital; no puedo describir el momento en el que vi a Cándido y a Marité. No puedo describir su llanto profundo, pero callado y sereno. Afuera seguía lloviendo.
Había que hacerle la autopsia y el forense no aparecía; tampoco el juez. Las horas fueron pasando y llegó la tarde, y la desesperación me fue creciendo porque parecía que nos encaminábamos a un fin de semana eterno: si no había autopsia, pasaría todo el largo fin de semana antes de poder realizar el entierro, toda una tortura para sus padres y su hermano Celso.
Busqué, llamé a cincuenta sitios, imploré, me indigné, pero nada, no había forma de localizar ni al juez ni al forense. Al final di con el forense; le rogué que viniese pronto. Vino de inmediato.
El médico forense estaba solo y me sentí de alguna manera obligado a ofrecerme como ayudante. Entré con él. Aprecié el respeto y casi cariño con el que el compañero trabajó, pero para mí no fue lo mismo que con otras autopsias a las que había asistido: aquel chico tenía un rostro que yo conocía. Fue duro.
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Terminamos y me dijo que avisase a los padres, que ya podían pasar a verlo. Anticipé un momento terrible, con gritos, llantos, desesperación, angustia extrema… Ciertamente lo normal, lo que uno puede prever cuando se pierde a un hijo.
No quería estar allí, de ninguna manera, tenía pavor. Pero entré acompañándolos, temblando de arriba abajo, esperando la más terrible escena. Cándido se acercó despacito a su hijo, se inclinó suavemente, le miró con todo cariño, sereno, y en un susurro le escuché decir pausadamente:
–Gracias, Señor, por el tiempo que nos lo has dado.
El más grande sermón que jamás he escuchado. Cándido se hizo un gigante a mis ojos allí mismo y aquella dura sala de autopsias se llenó de luz. Jamás lo olvidaré.
Hace cuatro días Cándido volvió a mirar a su hijo, esta vez de forma muy diferente. Se fue con el Señor. Perdona, Cándido, pero me atrevo a pedirte prestadas tus mismas palabras para decirle a Dios:
–Gracias, Señor, por el tiempo que nos lo has dado.
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