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Tres incidentes

En el cuartel yo no permanecía quieto ni callado. Confiaba en el poder protector de la Divinidad. Y esto me daba fuerzas.

EN LA úLTIMA FARRA DE MI VIDA AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 08 DE OCTUBRE DE 2021 10:00 h
Reclutas de marinería en 1978. / Anual, Wikimedia Commons.

Continúo contando algunas de mis experiencias durante el servicio militar, donde me enviaron a Santa Cruz de Tenerife, en las islas canarias.



En el cuartel yo no permanecía quieto ni callado. Confiaba en el poder protector de la Divinidad. Y esto me daba fuerzas. Estaba viviendo mi primer amor cristiano y nada para mí suponía riesgo. Ya sabía que quien no se decide no cabalga y yo estaba allí para cabalgar.



De las peripecias a las que me enfrenté en meses sucesivos destaco aquí tres.



Mi capitán. El capitán de mi compañía, ya lo he dicho, era un hombre tosco, ordinario, a veces grosero y a veces cómico. El dormitorio donde yo me alojaba se componía de una sala grande. A ambos lados de la misma estaban las camas individuales. Sobre un soporte de cemento posaban taquillas de madera pintadas de azul. Una taquilla justo en la cabecera de cada cama. La mía estaba casi a la entrada. En el fondo de la sala había camas y taquillas que nadie ocupaba. En una de ellas yo guardaba folletos y algunos pequeños Nuevos Testamentos. Una mañana llegó el capitán para revisar las camas y las taquillas. Cada soldado en posición de firme frente a la cama, de espaldas a la taquilla, que debía estar abierta. El capitán inició la inspección. Llegó hasta el fondo del dormitorio. Se le ocurrió abrir las taquillas que estaban cerradas. Al descubrir en una de ellas mi cúmulo de herejías, llamó a gritos: “Monroy, dónde está Monroy”. Estaba allí. A dos pasos de él. Acudí: 



–A sus órdenes, mi capitán.



–Llévate ahora mismo toda esa basura y quémala. La próxima vez que vea aquí propaganda tuya te empaqueto.



–Sí, mi capitán, a sus órdenes.



Pudo haberme empaquetado, como él decía. Tenía allí mismo el cuerpo del delito. Pero no lo hizo. ¿Por qué? No lo sé. Me llevé todos los folletos y pedí a mi amigo el cabo furriel que me los guardara. 



–No me comprometas, Monroy, murmuró. Pero lo hizo y no pasó nada.



El teniente Soler era otra cosa. Usaba gafas graduadas, alto y delgado. Era tinerfeño, de Garachico. Un hombre culto y tolerante. Percibí durante un tiempo que cada vez que coincidíamos me miraba como si tuviera intención de asesinarme. En uno de estos encuentros me dijo con voz baja: –Te la estás jugando, Monroy. Te voy a meter tres años de calabozo.



Yo ignoraba los motivos de su enemistad y de sus amenazas. Pero los descubrí. En el grupo de creyentes que se reunían en Santa Cruz, a los que yo predicaba cada domingo que tenía libre, había un tal Ángel Soler. En esas conversaciones intrascendentes que tienen lugar después del culto, referí sin más la amenaza recibida del Teniente Soler. Ángel intervino: 



–Es hermano mío.



–¿Tu hermano?



–Sí.



–¿Sabe él que eres protestante?



–No, pero yo le mando folletos nuestros a su casa. Y una vez le envié un Nuevo Testamento. Siempre sin remite.



Todo aclarado. Era su hermano quien le enviaba literatura evangélica. ¿Cómo podía pensar que yo había averiguado su domicilio particular? Tal vez esto le intrigaba más que la propia literatura. Al día siguiente busqué al teniente Soler y se lo conté todo. No daba crédito.



–¿Mi hermano Ángel es protestante?



–Sí, mi teniente. Convertido, bautizado y miembro de la Iglesia. Lo veo con mucha frecuencia.



–Está bien, márchate ya hablaré yo con Ángel.



La actitud del teniente Soler hacia mi cambió desde aquél día. Se mostraba amable. Una tarde que estaba de guardia y yo pasaba por la sala de banderas me pidió que me sentara y le hablara de la vida de los europeos en Tánger y cómo convivían tantas nacionalidades y credos religiosos en la ciudad internacional.



El tercer incidente que relato aquí pudo haber tenido consecuencias graves.



Era una mañana a la hora del desayuno. El café se distribuía de grandes perolas instaladas al aire libre en el patio del cuartel. Los soldados hacíamos fila, pasando uno a uno. Llegó un soldado con quien yo tenía bastante amistad. Era de Jauja, en la provincia de Córdoba. Aquel día estaba de servicio en la sala de bandera. El teniente le ordenó que no hiciera fila para el café, que llegara al lugar donde se distribuía y regresara pronto. Así lo hizo. El sargento que nos vigilaba, que habría tenido una mala noche, lo llamó, le pegó dos bofetadas, lo tiró al suelo y le dio patadas. Todo por no haber guardado su turno en la fila. El silencio en la tropa era total. Contemplábamos la escena con dolor, pero no nos movíamos. Yo no pude contener la rabia. Salí de la fila, me enfrenté al sargento y le dije:



–Mi sargento: ¿no hay otra forma de castigar a éste hombre? El reglamento militar prohíbe pegar al soldado.



Fijó los ojos en mí y replicó:



–Vuelve a la fila, Monroy, o haré contigo lo mismo.



No me inmuté:



–Hágalo, pero sepa que hay otros superiores a usted.



–Márchate –su voz seguía airada–. Pásate por la peluquería, que te pelen al cero y luego te presentas en el calabozo.



–A sus órdenes.



Me marché, pero ni fui a la peluquería ni tampoco al calabozo. En el dormitorio esperé a que llegara el capitán de guardia, en torno a la una. Tocaba la guardia aquel día a un capitán joven, no recordaba haberlo visto antes. 



Se lo expliqué todo.



–Lo que me cuentas es grave, Monroy; ¿hay testigos?



–Toda la tropa mi capitán.



–¿Y qué quieres hacer?



–Denunciar al sargento. Que lo juzguen.



–¿Estás tú dispuesto a comparecer en un juicio militar para acusar al sargento?



–Sí, mi capitán.



–Está bien, veremos lo que se hace. He de hablar con el comandante. Ahora vete, no vayas a la peluquería ni te presentes en el calabozo, ya hablaré yo con el sargento.



Mi petición fue cursada. Yo creo que llegó hasta el coronel. Me asignaron un abogado. Recuerdo su apellido, Corona. Era de Madrid. Alférez de complemento. No era militar profesional. Muy amable. Muy lúcido. Nos entrevistamos en varias ocasiones. Me dijo que retirara la denuncia. Que en caso de mantenerla mi estancia en el cuartel podría prolongarse hasta dos años. Que otros sargentos y oficiales, si se lo proponían, me harían la vida imposible de resistir allí. Claudiqué y le respondí que bien, que tenía razón, que no siguiera adelante mi denuncia.



Lo explico: yo no era más valiente que los demás. El valor viene de las ideas y las mías eran firmes. Aquella generación de soldados tenía entre 10 y 11 años cuando concluyó la guerra civil. Habían sido testigos de las fuertes represalias y fusilamientos que tuvieron lugar en toda España una vez terminada la contienda. Tenían el miedo en el cuerpo y en el alma. En los pueblos de donde la mayoría procedía mandaban los militares y los curas, los dos grandes poderes que incendiaron la sublevación de 1936. Estaban marcados, silenciados, atemorizados.



Mi caso era distinto. Yo no viví esa situación. En el protectorado francés de Marruecos, donde nací y crecí, no contaba la guerra española. Tánger era una ciudad internacional, allí tampoco llegaron los cañones ni los aviones de Franco. En Larache, protectorado español, donde residí con mis padres durante unos años, la guerra apenas se notaba. Yo estaba libre de los traumas y de los miedos habituales en mis compañeros de “mili”. Si a esto se añade el valor que desciende del cielo al corazón creyente se explica el hecho de ser como era. 



Durante mi estancia en Olla Fría hubo una división en la Iglesia. Se estaba preparando a un grupo para ser bautizado. Uno de ellos, Ángel Soler, con quien hablaba de vez en cuando, candidato al bautismo, fumaba. Emiliano le dijo que no podía ser bautizado. Que él no bautizaba chimeneas.



Ángel dejó la Iglesia. Con él salieron unas 15 personas, jóvenes casi todos, que no aprobaban la conducta de Emiliano.



Por medio de su hermano Ángel se puso en contacto conmigo en Olla Fría y me puso al tanto de la división. No me explicó mucho. Dijo que ya lo haría cuando cumpliera el mes de calabozo.



Así fue. Me citaron en las Ramblas. Estaban todos los que habían abandonado la Iglesia. Habían constituido otra en el domicilio de Paulino y Manola, en la calle Severo Ochoa. Paulino me dio la noticia que habían acordado comunicarme: me habían nombrado pastor de la nueva Iglesia.



Esto me puso entre dos fuegos: los de la nueva Iglesia eran todos muy amigos míos. No quería defraudarles. Al mismo tiempo yo quería seguir siendo fiel a la Iglesia pastoreada por Emiliano, a la que debía mucho.



La solución llegó sin que yo forzara la situación. Enterados de que había sido nombrado pastor del grupo disidente, los miembros del Consejo de Ancianos, con Emiliano a la cabeza, me convocaron una noche en el domicilio de Clara Rodríguez, calle Prosperidad número 7, una fiel cristiana viuda de guerra, donde tenía lugar reuniones los domingos.



Fue Emiliano quién tomó la palabra. A aquél hombre no podía negarle nada. Hablando en nombre del Consejo me preguntó qué pensaba hacer yo, si me uniría a los disidentes. Quería morirme. Pero reaccioné rápido. Les propuse que yo seguiría en la Iglesia a las órdenes de Emiliano, pero que me permitieran predicar en la nueva Iglesia los domingos por la tarde hasta tanto tuvieran un pastor. Lo aceptaron y me dieron su bendición. Comuniqué a la nueva Iglesia el acuerdo que llegué con la Iglesia madre y lo aceptaron también sin problema alguno.



Puesto que algunos de la nueva Iglesia hablaban de unirse a los bautistas, escribí a Luis Hombre, pastor en Alicante, entonces presidente de la Unión Evangélica Bautista Española. Le puse al tanto de la situación y le pedí que enviara alguien que orientara al grupo. El hombre envió primeramente a su madre. Luego llegaron los pastores, entre ellos un gran amigo mío quien pasó toda su vida pastoreando la Iglesia Bautista en Santa Cruz de Tenerife, Ricardo Souto Copeiro. Un año que me invitó a impartir tres conferencias sobre el Cantar de los Cantares me presentó como fundador de aquella Iglesia. Lo fui, sin proponérmelo.


 

 


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