La mayoría de aquellos militares de graduación, vencedores en la guerra civil sólo trece años atrás, creían todo lo que decía de los protestantes la Iglesia católica.
Concluí el artículo anterior escribiendo lo que me ocurrió al llegar el momento de la Jura de Bandera durante el servicio militar.
Aquí continúo, refiriéndome a otros incidentes que hube de afrontar durante mi estancia en el ejército como soldado de quinta.
Terminado el período de instrucción en Hoya Fría nos trasladaron al centro de Santa Cruz, concretamente al cuartel de infantería San Carlos. Sí, yo soy de infantería. Enfermero de infantería. Durante la teórica en Hoya Fría alegué que no era partidario de pegar tiros. Decidieron darme un destino de enfermero. En los ensayos, yo era uno de los cuatro que llevábamos la camilla portando a otro soldado que a veces gritaba como si estuviese herido y otras veces se hacía el muerto. Aún así, no estuve exento de las prácticas de tiro. El sargento instructor me dijo una vez que en la teoría era brillante, pero tirando al blanco era una calamidad.
Allí las cosas eran distintas. Radio Macuto –boca a oído– había funcionado a la perfección y todo el cuartel sabía que Monroy era protestante y conocían el incidente que protagonicé con motivo de la Jura a la Bandera. Me hice amigo de un cabo furriel, sevillano, que llevaba en aquél cuartel muchos años, reenganchado. No recuerdo su apellido. En un momento de intimidad me dijo: “Ándate con cuidado, Monroy, esto no es Hoya Fría. Aquí hay oficiales que son católicos sinceros y te pueden amargar la existencia”.
No fue para tanto, pero hubo sus cosas. He de decir que el Ejército, el Gobierno, los gobernadores civiles, la Dirección General de la Policía y otros estamentos claves recibían periódicamente boletines de asociaciones católicas especializadas en estos temas y apoyadas por la jerarquía de la iglesia en los que se informaba sobre los protestantes. En aquellos boletines se nos presentaba como herejes, masones, enemigos de España, en contubernio con Moscú, comunistas y antiespañoles. Cuando escribí mi libro Defensa de los protestantes españoles, cuya primera edición apareció en Tánger en 1958, manejé este tipo de literatura nefasta.
La mayoría de aquellos militares de graduación, vencedores en la guerra civil sólo trece años atrás, creían todo lo que decía de nosotros la Iglesia católica; ante un protestante se imaginaban en presencia del mismo demonio.
Una mañana me citaron a la sala de banderas. Cuando entré vi una mesa amplia y tres sillas. En un ángulo de la mesa estaba sentado un comandante y en el otro un capitán. Nunca había visto a aquellos hombres. Luego supe que pertenecían a un grupo especial, servicio de inteligencia o algo así. Me ordenaron que ocupara la silla del centro. Así lo hice, después de saludar correctamente. Durante hora y media me acosaron a preguntas. Desde mis abuelos a mis amigos. Qué contactos tenía yo con la masonería. Qué religión profesaban mis padres. Si había protestantes entre mis familiares. Por qué me hice yo protestante. Por qué y para qué decidí ingresar voluntariamente en el Ejército y cosas así. En la lejanía del tiempo no lo recuerdo todo. Sí recuerdo con claridad total que me preguntaban por turnos, como en las escenas de películas sobre espionaje. Una pregunta el capitán, otra el comandante. Aquél primer interrogatorio duró hora y media. Al día siguiente, y al otro, el mismo interrogatorio, el mismo tiempo. Jamás pronunciaron palabra alguna de amenaza, ni mencionaron la palabra castigo, ni sufrí más presión que la de los interrogatorios.
Después de tres días de preguntas no volvieron a molestarme.
La actitud de éstos dos altos oficiales era comprensible. Yo era diferente al resto de la tropa. Hablaba entonces tres idiomas, español, francés y árabe. Procedía de Tánger, que durante la Segunda Guerra Mundial estuvo considerada como el mayor nido de espías del mundo. Era protestante, y para completar el cuadro negativo, había ingresado voluntariamente en el Ejército. Pensando como ellos pensaban entonces, los interrogatorios tenían sentido.
Creo que no lo he escrito antes. Yo ingresé al ejército cuando me llegó la edad. Pero lo hice voluntariamente.
Cuando se acercaba la fecha de incorporación acudí al Consulado español en Tánger en demanda de información y el funcionario que tramitaba estas cuestiones, de apellido Torres, después de una breve conversación me dijo que al haber nacido en el protectorado francés de Marruecos yo estaba exento del Servicio militar. Sólo había que pagar una cuota anual cifrada entonces en 50 pesetas, pero que de hecho nadie pagaba.
Torres creía que me daba una buena noticia, pero para mí era mala.
Yo quería cumplir con el servicio militar impuesto a los españoles.
Mis padres, mis amigos, mis hermanos en la Iglesia, todos pensaban lo mismo. Estaba loco. Preguntaban: “¿Por qué quieres ir al ejército además siendo protestante?”. Precisamente por eso. En el ejército habría miles de jóvenes y yo quería predicarles el Evangelio.
Nunca volví a ver al capitán y el comandante que me hicieron el interrogatorio. Pienso que el informe que escribirían despejó las posibles inquietudes de la alta oficialidad hacia mi persona.
Quien siempre mantuvo sus dudas, y más que dudas, la convicción de que yo era espía del comunismo, era el capitán de mi compañía. Mi registro mental no ha tenido interés en conservar su nombre. Pero a él lo tengo clavado en la retina de mis ojos. Era alto, fuerte tirando a gordo, de escasa cultura. Supe que había sido cabo de limpieza cuando estalló la guerra y por méritos alcanzó el grado de capitán, después de haber matado a no sé cuántos rojos. Era un hombre cómico, a veces me parecía ingenuo. No se había desprendido de la mentalidad de cabo de limpieza.
Un día entre semana pedí permiso al teniente de guardia para regresar después de las diez de la noche. Esto lo hacía con frecuencia para reunirme con mis hermanos evangélicos en la capital. Nunca me lo negaron. Aquella noche regresé media hora antes y me apoyé sobre la muralla del paseo marítimo mirando el mar, la mar. De pronto me sobresalté por dos fuertes manos que se apoyaban sobre mis hombros y oí la voz del capitán de mi compañía, que conocía bien.
– Te pillé, Monroy.
– A sus órdenes, mi capitán.
– ¿Qué haces aquí?
– Estaba mirando el mar. Tengo permiso hasta las diez.
– No. Tú estás transmitiendo señales a algún barco en la lejanía. Vente conmigo.
Me llevó a la sala de guardia y ordenó al bandera:
– Registra a Monroy: un pañuelo, pocas monedas, un pequeño Nuevo Testamento y algunos folletos.
Insistía:
– Tienes que decirme qué hacías allí.
– Nada, mi capitán, mirando el mar en la noche.
– Está bien –concluyó–. Vete y mañana hablaremos.
Al día siguiente, al atardecer, el bandera me buscaba a gritos: “Monroy, Monroy, te llama el capitán”.
Acudí a su presencia. Me cuadré. Estaba borracho. Pero su mente fabricaba ideas.
– “A ver, Monroy, explícame quién fue ese Lutero”.
Traté de darle testimonio de mi conversión, pero me interrumpió y me dijo, como Félix a Pablo: “Ahora vete”, ya hablaremos otro día.
Me alejé de él, pero él no se alejó de mi durante todo el tiempo que permanecí en el cuartel. Como capitán de mi compañía nos veíamos con frecuencia. Fijo cada diez días, cuando acudía a darme la paga: cinco pesetas, cincuenta céntimos diarios.
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