Lo que aquí cuento es autobiografía pura.
El lector devoto al tango advertirá que el título de esta sección está inspirado en Carlos Gardel. El argentino sentía que estaba viviendo la última farra de su vida, los últimos años de permanencia en la tierra argentina.
Así me siento yo. La escoba de los años me ha ido barriendo poco a poco hasta llegar a las puertas de la eternidad, donde estoy ahora, viviendo un tiempo añadido, como en los partidos de fútbol.
Soy consciente que el protestantismo español. al que vengo sirviendo desde hace setenta años en primera fila de la brega, se olvidará de mí tres meses y medio después de mi muerte, como ha olvidado a grandes hombres de mi generación que gastaron sus vidas en la entrega a la causa. Cito de memoria: Cabrera, Matamoros, los hermanos Araujo, los hermanos Fliedner, Alberto Araujo, José María Martínez, Juan Luis Rodrigo, Antonio Martínez, Bernardo Sánchez, Claudio Gutiérrez Marín, José Flores, Ernesto Trenchard, José Grau, José Luis Ruiz Poveda y otros que llenarían centenares de estos folios blancos en los que escribo con bolígrafo azul.
Lo que aquí cuento es autobiografía pura. Parte del material que incluyo lo utilicé en otros libros míos: Un protestante en la España de Franco, Hasta el fin del mundo, Memorias gráficas y An autobiography, libro publicado en inglés en Abilene, Texas, por la editorial de la Universidad Cristiana.
No recuerdo donde lo he leído, pero la frase sigue presente en los rincones de la memoria: “Es difícil para un hombre hablar largamente en páginas autobiográficas sin que se le note la vanidad”. Todos los escritores tenemos en la vanidad el punto flaco.
Arriesgo ser llamado pedante. Lo asumo. No lo soy, aún cuando la pedantería es la ostentación del saber. No debe confundirse pedantería con autobiografía, relato de lo que uno ha hecho en su vida, si bien en este caso la autobiografía se reduce al trabajo. En esto se me adelantó el apóstol Pablo. Quien lee entienda, averigüe.
Nací en Rabat, capital del Marruecos que entonces era protectorado francés en el norte de África. Mi padre era francés y mi madre española. Desde joven estuve influenciado por la religión que mi padre practicaba con fervor: El Marxismo-Leninismo.
En mi juventud yo leía mucho, pero nunca literatura religiosa.
A los pocos días de nacer, mi madre, católica nominal, me llevo a su iglesia para ser bautizado católicamente. Creo que fue la última vez que entré –me entraron– a un templo religioso. Siendo joven mis padres se trasladaron a Tánger, ciudad internacional desde la que en días claros se divisa el Peñón de Gibraltar.
En Tánger hice amistad con un joven de mi edad llamado Pepe Rodríguez. Años después de lo que estoy contando Pepe y Fernando, hermano gemelo, ingresaron en el Seminario Los Pinos Nuevos, en Cuba, donde permanecieron seis años estudiando la Biblia. Después de su graduación Pepe regresó a Tánger, donde permaneció breve tiempo como pastor de la Iglesia Bíblica y luego se instaló en Alemania, también como misionero evangélico.
Pepe, convertido a Cristo en una iglesia evangélica de la ciudad, me invitaba continuamente a que asistiera con él a una de sus reuniones. Un día acepté. Era segundo viernes de octubre del año 1950. Llovía mucho. Yo no tenía plan alguno para aquella tarde. Deseando que Pepe me dejara en paz con sus invitaciones decidí ir con él. El local de culto era pequeño. Calculé unas cuarenta personas en su interior. El predicador, alto, atractivo, representaba algo menos de 30 años. Después de algunos cánticos y oraciones abrió la Biblia, leyó el capítulo 13 en la primera epístola de Pablo a los corintios e inició los comentarios. Muy elocuente. Su oratoria, el arte de hablar, parecía imitado de Cicerón.
Lo escribí una vez no se dónde. Creo que Dios me tenía destinado a ser lo que fui desde el vientre de mi madre. Como García Lorca, también yo solía levantar pequeños altares en la terraza de mi casa y con ocho o nueve años ensayaba pequeños sermones. Luego, los vientos de la vida arrastraron aquellas ideas hasta el fondo del océano y pasé a ser un descreído. Pero alguna semilla religiosa estaba sembrada dentro de mí. De aquí mi respuesta inmediata, impensada, inimaginable, a la voz de Dios.
Todo me impresionó en aquella reunión: Los cánticos, las oraciones, la fraternidad que se detectaba en el grupo de creyentes, la predicación.
El sábado, que también había reunión, regresé por mí mismo, sin Pepe. Al día siguiente, en torno a la una de la tarde, domingo, fui bautizado para el perdón de mis pecados; no conté cuantos eran, pero no creo que fueran muchos, el más grave, la negación de Dios. El bautismo tuvo lugar en la piscina del elegante Club Brooks, situado frente al Consulado de España. Funcionarios del Consulado, que solían reunirse allí para tomar el aperitivo, se enojaron con el director por haber permitido una ceremonia protestante en la piscina donde se bañaban algunos de sus hijos. Pero el director del Club, supo salir bien del incidente.
Aquel domingo varios jóvenes quedamos en reunirnos después del almuerzo. Creo que éramos cinco: Mercedes Herrero, Pepe Rodríguez, Cándido Gijón, Pepe Gordillo y otra chica, Angelita, cuyo apellido no recuerdo.
Fuimos a patios de casas en el Zoco Chico, donde vivían españoles. Cantamos –cantaron–, distribuimos folletos y dimos testimonio. En dos patios hablaron Pepe y Cándido. Yo lo hice en el tercero. La voz fuerte que siempre he tenido me ayudó. No recuerdo de qué hablé. No conocía nada de la Biblia. Mis amigos me pidieron que diera testimonio de mi conversión. Eso hice.
Fue la primera vez que hablaba en público. Y desde entonces no he parado. Llevo 70 años haciéndolo.
Un mes después de mi bautismo el predicador de la Iglesia, Rubén Lores, me pidió que expusiera un tema en la reunión del miércoles. Yo había leído un pequeño libro del famoso evangelista Dwight Moody sobre el amor de Dios y del mismo extraje algunas ideas para estructurar mi exposición. Rubén me felicitó, pero creí que lo hizo para darme ánimo.
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