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Un mal domingo

Siempre llegaba, se sentaba y dejaba su Biblia a su costado, sobre el asiento, en vez de colocarla en el hueco del banco de enfrente, porque era muy grande y ancha y no cabía allí. Llevaba haciéndolo así todos sus años de devota vida de iglesia.

AMOR Y CONTEXTO AUTOR 24/Noa_Alarcon_Melchor 28 DE JUNIO DE 2021 10:00 h
Foto de [link]Aaron Burden[/link] en Unsplash CC.

Lo primero que pensó fue que no tenía un buen día para aguantar aquello. ¿Qué se creía aquel tipo? No le había visto nunca, o eso creía. La iglesia era grande y no siempre recordaba a todos los que asistían al culto del domingo. El tipo tenía cara de bonachón, un poco de sobrepeso e iba muy bien vestido, y le mandó una breve sonrisa desde el otro lado del banco de la iglesia. Parecía genuinamente amable. ¿Se podía tener más desfachatez? El culto ya había comenzado, así que no podía levantar la voz, ni enfrentarse a él, aunque eso era lo que le pedía el cuerpo: decirle a aquel tipo que sonriera menos y soltara su Biblia.



Había llegado tarde, con el culto ya empezado. El pastor hablaba desde el estrado, dando la bienvenida y leyendo un pasaje bíblico antes de pasar a la alabanza; ella se había sentado precipitadamente en el banco habitual y aquel tipo estaba ya allí. Y de repente el hombre había agarrado su Biblia, la que estaba en su costado, sobre el banco (siempre la dejaba ahí) para leer el pasaje que tocaba. La había tomado sin permiso, sin preguntar, con toda naturalidad, y esa era su Biblia. La ofuscación era grande, pero la incredulidad más.



El mal día había comenzado pronto; o tarde, mejor dicho. El día anterior se había entretenido viendo una película y se acostó más tarde de lo habitual. Y de ahí que la alarma del día siguiente, que le avisaba de que se tenía que levantar para el culto del domingo, le pasara desapercibida. Cuando el rayo de sol de la ventana le alcanzó el rostro se dio cuenta de que era mucho más tarde de lo que debía, y corrió todo lo que pudo, pero no llegó a tiempo. Se había peinado mal; se había maquillado regular, y no se sentía cómoda. Esperaba que la gente no se percatara de que su aspecto no estaba a la altura de lo habitual, pero esa angustia se quedaba ahí en el fondo de la mente y la incomodaba, como un picor persistente. Y ahora esto. Siempre llegaba, se sentaba y dejaba su Biblia a su costado, sobre el asiento, en vez de colocarla en el hueco del banco de enfrente, porque era muy grande y ancha y no cabía allí. Llevaba haciéndolo así todos sus años de devota vida de iglesia, más de cuarenta, en aquellos mismos bancos, domingo tras domingo, sin encontrarle más fallos que, quizá, alguna ocasión como hoy en que había llegado un poco más tarde. Y aquel tipo, salido de la nada, con su sonrisa beata e insoportable, le había tomado la Biblia sin preguntar.



La había abierto y había buscado el pasaje que el pastor recitaba. 



¡No podía soportarlo! Le dieron ganas de arrancarle la Biblia de la mano y pegarle un bofetón con ella. Había pocas cosas más incómodas que ver a otra persona invadir tu intimidad de ese modo. Abrir una Biblia ajena se sentía igual a que cotillearan en tu cajón de la ropa interior. Y el tipo, sin pudor, pasaba las páginas con soltura.



Ella se terminó de calentar y, con un gesto no muy amable, le quitó la Biblia de las manos y siguió por su cuenta buscando el pasaje. El tipo la miró un momento fijamente, pero no dijo nada. Igualmente, con el culto empezado y el silencio solemne rodeándolos, no había mucho que decir. Ella intentó seguir la lectura del pasaje, pero entonces el tipo se acercó hasta ponerse un poquito más cerca y se asomó al texto que se leía en su Biblia. Ella aguantó cómo pudo hasta que se terminó de recitar el pasaje, y luego cerró las páginas de golpe, con mal humor, y la colocó a su lado, entre los dos, para que corriera el aire. En cierto momento ella le tocó el hombro y le señaló una de las pequeñas Biblias de uso común que tenía la iglesia distribuidas por los bancos. Podía tomar una de esas, estaban justo ahí, a su disposición. ¿De qué iba? Y el tipo sonrió. De verdad, no podía soportar aquella sonrisa. El tipo, sin más, se encogió de hombros y volvió a señalar su Biblia, la que estaba sobre el asiento, entre los dos. 



—Ni hablar, es la mía —susurró ella acercándose al tipo, harta de todo, aprovechando el pequeño ruido ambiental de las primeras alabanzas. Puso la mano encima de la Biblia dando a entender que no iba a ceder ni un milímetro.



No iba a permitir que se le terminara de estropear el domingo por un merluzo sonriente.



—No, es la mía —dijo el hombre, y entonces le señaló al otro lado de la mujer, y ella se vio obligada a girar la cabeza hacia su otro lado.



Y allí, con toda tranquilidad, descansaba su Biblia, la que había traído con ella. Eran similares de tamaño y de color. Cuando había llegado, corriendo, la había colocado al otro lado, nada más. No entendía cómo se había podido confundir.



Se le subieron los colores, sin poder remediarlo, y con la excusa de levantarse para ir al baño se fue de allí sin volver a mirar a la cara al tipo. Sin duda, ya no habría manera de mejorar aquel domingo. 


 

 


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COMENTARIOS

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María Victoria Torres-Pardo
29/06/2021
08:33 h
1
 
Mal domingo sí. Genial ?
 



 
 
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