Campanas y pulpitocentrismo

Sigo en mi época de desfragmentación, descomponiendo elementos y volviéndolos a componer, así que vuelvo a contar pequeñas reflexiones cotidianas, en vez de una sola más larga.

Están tocando las campanas de las 12. En mi barrio son tan chulos que en vez de tocar las horas, tocan a estas horas intempestivas: las 7:30 de la mañana, las 12 (los domingos y festivos a las 10:30) y luego a las 19:00 por las tardes. Seguramente llaman a misa, pero como para mí la cultura católica me es bastante ajena, debería averiguarlo bien. Me sigue dando mucho respeto y miedo ir a una misa católica y no tener ni idea de lo que hay que hacer en cada momento. Aunque, si lo pienso, se parece mucho a ir a un culto evangélico de nuevas en donde todo el mundo parece saber cuándo levantarse y cuándo sentarse, cuándo hablar y cuándo no, menos tú.

La única diferencia es el sitio en el que te has criado, y a lo que estás acostumbrado.

Y es curioso cómo, en estos meses viviendo aquí, las campanas se han convertido en un ritmo dentro de mi casa. Cuando escucho las de la mañana, significa que el despertador está a punto de sonar, que el día comienza. Las de las diez y media me animan, porque escucharlas significa que es fin de semana y las obligaciones están más diluidas. Las de las doce de todos los días me recuerdan que en nada habrá que ponerse en marcha con lo que toque ese día: ir a buscar al niño, hacer la comida, pasar de la mañana al mediodía.

Las de las siete de la tarde también nos sirven de punto de desconexión entre la tarde y la víspera de la noche, empezar a preparar la cena y a acostar a los niños. No sé cómo hemos sobrevivido todos estos años sin las campanas, y sin lo que significan.

Leía a una autora comentar lo raro que le resulta que haya pastores que lean trozos de sus libros de teología desde el púlpito, pero que a ella no se le permita subirse a ese púlpito a predicar en esas congregaciones. Luego le respondían hombres defendiendo esa posición dando una cantidad de triples saltos mortales para defender su postura “bíblica” que me sigue resultando bien chocante. Después de unos años de vida de iglesia completamente inusual, para mí el predicar la Palabra no tiene nada que ver con subirse a un púlpito cuarenta minutos un domingo por la mañana: es la palabra amable que le mandas a alguien que está en una situación complicada por WhatsApp. Es la llamada a horas intempestivas para que ores por una urgencia. Es la alegría compartida de una buena noticia. Es leer un buen libro, ya sea de teología, o no. Si la Palabra vive en ti, la predicas quieras o no cada día en cada cosa que haces. Seguimos viviendo a Dios a través del culto del domingo, en vez de invitarlo a vivir en nosotros cada instante de nuestra vida. Seguimos viendo al pastor como un intermediario entre la divinidad y nosotros. Y no es que no haya predicaciones interesantes y relevantes desde los púlpitos… pero nuestro púlpitocentrismo nos está pasando factura.

Con respecto a esto, pienso mucho últimamente en la iglesia perseguida. En los cristianos de China a quienes les cortan las comunicaciones, porque al gobierno les da miedo su fe. A los cristianos asesinados en aldeas remotas de Myanmar, o de India, o de Pakistán, o de Nigeria. Como estamos en el lado rico y poderoso de la historia, como tenemos los medios y la voz, solemos creernos que tenemos la autonomía para interpretar la fe universal desde nuestra posición cultural. Benditos los perseguidos, los marginados, los que no tienen voz para alzarla, los que anhelan la justicia, porque ellos recibirán el consuelo eterno que nosotros, la mayor parte de las veces, ni siquiera llegaremos a ver de lejos, tan seguros de nuestra propia seguridad. A menudo, orar por la iglesia perseguida se convierte en una de esas disciplinas espirituales que puede ayudarnos a salvar nuestra espiritualidad. Conocerlos, saber qué les ocurre, cómo se llaman, qué problemas enfrentan, nos hace más conscientes de nuestros privilegios, desde la empatía de compartir una misma fe. Nos hace ser humildes, conscientes y mucho más parecidos a Cristo. 

Os animo a pasar por la página de organizaciones como Puertas Abiertas para conocer a estas personas y el trabajo que están haciendo muchos para protegerlos.