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Máquinas del tiempo, misioneros y comentarios odiosos

Como cristianos deberíamos mostrar más amor en las redes sociales, en vez de tratar todo el tiempo en tener la razón.

AMOR Y CONTEXTO AUTOR 24/Noa_Alarcon_Melchor 10 DE MAYO DE 2021 11:00 h
Foto de [link]Annie Spratt[/link] en Unsplash CC.

Me siento en desfragmentación. Las últimas semanas, por cuestiones médicas (nada grave, solo requiere paciencia) me cuesta dormir, y concentrarme, y descansar. Aunque eso no es nada nuevo. Divido mi día en trozos muy pequeños, lo más pequeños posibles, y así los voy asumiendo. Así que soy consciente de que no puedo escribir un artículo largo sobre nada ahora mismo. Pero puedo compartir algunos de los pequeños trozos de este extraño momento de mi vida.



Aquí entre nosotros, no voy a ignorar que me gusta más un true crime que un caramelo a un niño. En la historia de Los hijos de Sam (que está en Netflix) te explican el proceso de investigación que les llevó a descubrir una secta satánica en los Estados Unidos de finales de los setenta que, por lo visto, era una cosa bastante seria. Hablaban de los pastores alemanes, de que los líderes los tenían, de que los sacrificaban, de que allá donde había un grupo de esta secta aparecían muertos. Pensaba en el aura de poder que da un pastor alemán. Escuché decir a mi yo interno: “Tiene sentido, porque a ver qué miedo daría Satanás si estuviera rodeado de chihuahuas”. Ahora no se me va esa imagen de la cabeza, la de una secta satánica llena de chihuahuas.



La otra noche soñé que alguien venía a dejarnos probar la máquina del tiempo que había inventado, que era una especie de globo terráqueo con botones. Por alguna razón, las instrucciones de las coordenadas a las que querías ir las recibía la máquina por comandos de voz, como Siri, o Cortana (que en mi casa solo se usa para pedir que cuente chistes). Y, como me pasa siempre con estos trastos, no reconocía mi voz. Y el sueño consistía en que una amiga y yo nos pasábamos el rato haciendo cálculos, intentando probar cosas para que funcionase. Habíamos decidido ir a la Palestina de los tiempos de Jesús. Queríamos ir a verle en persona. Lo intentamos con “Jerusalén”, pero no lo reconocía. Intentamos pronunciarlo en hebreo, pero claro, comenzamos a pelearnos porque el hebreo antiguo no se pronuncia como el moderno, y solo sabíamos hablar el moderno. “¿Y si la máquina necesita que lo digamos en arameo?”, me preguntó mi amiga. Ahí ya sí que lo llevábamos frito, porque yo no me acordaba en ese momento de nada de arameo, solo de que Capernaúm no se pronunciaba así. Me desperté antes de poder hacer que funcionase.



Me quedé pensando no hace mucho en un mapa triple que exponía los lugares donde hay cristianos, los lugares a los que van los misioneros y los lugares que reciben más fondos y donaciones, y se me vinieron a la cabeza algunas historias de misioneros, y lo compartí en Facebook, pero alguna gente se molestó (creo que a veces no acierto con el tono en que digo las cosas) y alguna otra me vino a contar historias realmente truculentas de esfuerzos misioneros que dan para una pesadilla. Detrás de las misiones hay cristianos y personas maravillosas, pero también hay gente que es egoísta, manipuladora, y que no quiere renunciar a sus privilegios, pero sí quieren la gloria que tiene que te llamen misionero. Y a esos habría que sacarlos a la luz, y que se vieran sus vergüenzas, su avaricia, su codicia, su egoísmo y su narcisismo. Pero yo no me siento capaz de hablar de estas cosas sin enfadarme.



He recibido dos comentarios con insultos esta semana, uno de ámbito cristiano y otro de ámbito secular. Los dos hechos por hombres, con la misma clase de perfil, la misma clase de bilis revenida en la garganta y esa aura de inseguridad y de violencia mal gestionadas. Y me surgen dudas. La primera, que cómo es posible que dos personas cuyas creencias y modos de vida deberían distar tanto sean tan absolutamente indistinguibles en sus interacciones. La segunda, que cómo se las apaña Dios para amar de esa manera. Su amor debe ser impresionante, mucho más allá de lo que imaginamos. Los ama a todos estos, a los que me dicen cosas feas, a los que se ríen de mí. Yo soy incapaz. La tercera, que como cristianos deberíamos mostrar más amor en las redes sociales, en vez de tratar todo el tiempo en tener la razón. Y esto me lleva a que muchas de las peleas apologéticas que he visto en los últimos años iban más sobre quién tenía la razón, cuando lo único que convence a la gente es el amor. Eso se lo he leído a Philip Yancey en varias ocasiones y siempre me acuerdo. Lo cual también me hace pensar en que esos que vienen a escribir comentarios llenos de odio e insultos son los que se ofenden con las predicaciones sobre el amor, lo consideran una debilidad, un atentado a su “masculinidad bíblica”. Y así el círculo de la necedad se cierra dando una explicación completa a su enigma.



Me estoy quitando la costumbre de sentirme culpable; junto con ella, también me estoy quitando la costumbre de sentir miedo y vergüenza. Esa tríada anula toda la obra del evangelio en mí, y son malos vicios que me tengo que quitar. Y ahora me estoy quitando de la culpabilidad de ser una mala madre, aunque la lista de razones por las que sentirme culpable se va haciendo larga y densa, sobre todo en estos días de especial debilidad. Hay días que solo cunden para encargarme de mis hijos de la mejor manera posible. Acordarme de que coman más fruta y menos galletas. Acordarme de esconder los dulces. Ayudar a hacer los deberes. Acordarme de ser más suave y tratar de explicar antes de enfadarme (que da muy buenos resultados, ya os lo digo, cuando nos acordamos). Me tengo que recordar que cuidarme a mí es la mejor manera de ser la mejor madre para ellos, y eso implica también cuidar mi mundo interior, mi imaginación, mi necesidad de descanso. Me senté en el sofá con la pequeña, que tiene dos años y medio, porque se encontraba un poco mal y no sabía si estaba un poco enferma, y la señora me echó la bronca y me dijo que dejara el móvil y viera la película de Cars con ella. También le echa la bronca a mi marido si le ve sin calcetines por la casa, y no deja de perseguirle hasta que se los pone. Me pregunto si el hecho de que mi hija parezca una señora mayor con dos años y esté pendiente de todo tiene que ver con el hecho de que yo, como adulta responsable de mi casa, suelte la culpabilidad y el “tener que encargarme de todo”, y me sirva como recordatorio de que también todos podemos cuidarnos unos a otros, y que el primero que nos cuida a cada uno es el Señor.


 

 


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