La Biblia narra la historia de dos mujeres que se presentaron por cuenta propia ante Salomón.
Así comienza esta historia: “En aquel tiempo vinieron al rey dos rameras” (1º de Reyes 3:16).
En mi último libro El sexo en la Biblia dedico un largo capítulo sobre las rameras en la temprana historia de Israel. La ley dada por Jehová a Moisés era contraria a la presencia de rameras en Israel: “No haya ramera de entre las hijas de Israel” (Deuteronomio 23:17). “Porque a causa de la mujer ramera el hombre es reducido a un bocado de pan; y la mujer caza la preciosa alma del varón” (Proverbios 6:26). El libro del profeta Nahum, que sólo tiene tres capítulos, contiene una dura advertencia contra la ramera: “A causa de la multitud de las fornicaciones de la ramera de hermosa gracia, maestra en hechizos, que seduce a las naciones con sus fornicaciones, y a los pueblos con sus hechizos” (Nahum 3:4)
A pesar de las leyes y de las condenaciones, las rameras formaban parte de la sociedad hebrea.
Oigo a gente del pueblo, a periodistas y escritores, a intelectuales de todo género decir que las rameras constituyen el oficio más antiguo del mundo. No es verdad. Los dos oficios más antiguos del mundo fueron el de agricultor, que practicaron Adán y su hijo Caín, y el de ganadero, que era el oficio de Abel, segundo hijo de Adán y Eva.
Las rameras ya eran conocidas en tiempos de Judá, unos mil años antes de Cristo. Pero la ramera de la que más se ha escrito y que figura en la primera parte de la Biblia es Rahab, mujer que escondió en la casa que habitaba a dos espías enviados por Josué para reconocer la tierra de Jericó (Josué 2:1-6). Jefté, noveno juez sobre Israel era hijo de una ramera (Jueces 11:1).
Se ha escrito que las rameras que visitaron a Salomón podrían ser extranjeras, sirias o fenicias.
¿Podemos imaginar en un país monárquico de nuestros días, España, Inglaterra o cualquiera de los pueblos escandinavos a dos rameras presentándose en Palacio para hablar con el rey o la reina? Por lo que se deduce de algunos textos bíblicos, en época del Antiguo Testamento no era tan extraño. Leemos de David que el pueblo le amaba tanto que el rey “Salía y entraba delante de ellos” (1º de Samuel 18:16). En otro episodio protagonizado por David se presenta ante él una mujer que había sido instruida, con una historia fingida: “Entró, pues, aquella mujer de Tecoa al rey, y postrándose en tierra sobre su rostro, hizo reverencia y dijo: ¡Socorro, oh rey!” (2º de Samuel 14:4).
Quienes se presentaron por cuenta propia ante el rey Salomón fueron dos mujeres a las que la Biblia llama rameras.
Una de ellas, llamémosla mujer primera, inicia el relato: ella y su compañera compartían la misma casa. Estaban solas, nadie más vivía allí. Dormían en camas distintas. La mujer primera, embarazada, dio a luz un niño. Coincidencia. Tres días después la mujer segunda, también embarazada, tuvo otro niño.
Hasta aquí, todo normal. Lo anormal llega a continuación.
La mujer segunda tiene una mala noche. Vueltas en la cama. Por descuido, por abandono, o por falta de experiencia como madre, su cuerpo de mujer cae sobre el cuerpo del recién nacido y el niño muere.
Desesperada, casi enloquecida, no queriendo quedarse sin niño, urde una estrategia arriesgada. Comprueba que la mujer primera duerme con sueño profundo. Se acerca a su cama, deja junto a ella al niño muerto y se lleva al hijo vivo de la amiga. Cuando ésta se levanta de madrugada para dar el pecho a su hijo comprueba con horror que estaba muerto. No se fija bien en él. Pero al aclarar el día y observarlo más atentamente sus sentimientos se dividen: alegría al pensar que su hijo seguía vivo. Indignación contra la amiga desnaturalizada.
Discuten, pelean, se alteran, llegan a las manos, se calman y deciden llevar el tema ante el rey Salomón.
Todo lo aquí relatado lo escuchó el rey pacientemente. Pero tuvo que oír más. En su presencia las mujeres seguían discutiendo.
Decía la primera mujer: “Cuando yo me levanté de madrugada para dar el pecho a mi hijo, he aquí que estaba muerto; pero le observé por la mañana, y vi que no era mi hijo, el que yo había dado a luz”.
Respondía la segunda mujer, la impostora: “No, tu hijo es el muerto. Y mi hijo es el que vive” (1º de Reyes 3:21-22).
Las dos mujeres estaban en presencia del rey Salomón. La Biblia dice de él que “era más sabio que todos los hombres”. Para oír su sabiduría llegaban los más prominentes personajes “de todos los pueblos y de todos los reyes de la tierra, adonde había llegado su sabiduría” (1º de Reyes 4:31-34).
La sabiduría de Salomón le lleva a actuar justamente conforme a la verdad reconocida. Cuando se dirige a Dios en demanda de sabiduría, le dice: “Da a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo” (1º de Reyes 3:9).
Ahora había de intervenir en un juicio entre dos mujeres que le preocupaba. Así eran sus cavilaciones: “Esta dice: mi hijo es el que vive, y tu hijo es el muerto. Y la otra volvió a decir; no, más el tuyo es el muerto, y mi hijo es el que vive” (1º de Reyes 3:23).
Salomón toma una decisión que de rápida lectura nos parece brutal: Dijo a quienes le servían: “Traedme una espada: Y trajeron al rey una espada. Enseguida el rey dijo: Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra” (1º de Reyes 3:24-25).
Salomón jamás habría ejecutado semejante sentencia. En su sabiduría tenía claro lo que iba a ocurrir, lo que finalmente tuvo lugar.
Dice la Biblia que a la verdadera madre del hijo vivo “se le conmovieron las entrañas” y pidió al rey que entregara el niño vivo a la otra mujer, pero que no lo matara. En cambio, esta mujer, que no era madre biológica, reaccionó cruelmente, sin que sus entrañas la conmovieran por dentro. Dijo a su amiga en presencia del rey: “Ni a mí ni a ti, partidlo” (1º de Reyes 3:26).
Salomón, que estaba seguro de que el pleito acabaría así, dijo a sus servidores: “Dad a aquella el hijo vivo, y no lo matéis; ella es su madre”. Concluye la historia: “Todo Israel oyó aquel juicio que había dado el rey; y temieron al rey, porque vieron que había en él sabiduría de Dios para juzgar” (1º de Reyes 3:27-28).
Aquél no fue un juicio de Dios, fue el juicio de un rey muy sabio poseído de una fuerza espiritual que entraba en las posibilidades humanas.
El capítulo XLV en la segunda parte de Don Quijote de la Mancha presenta a Sancho Panza, en una burla macabra de los duques, como Gobernador de la ínsula Barataria. Como tal ha de emitir juicio en tres casos: un hombre se queja del mal comportamiento de su sastre; un anciano que ha prestado diez escudos a otro y reclama el pago; una mujer que se declara falsamente violada.
Sancho juzga con tanto acierto, emite sentencias tan esclarecedoras, que todos los presentes “quedaron admirados y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón”. Con una diferencia: aunque emitiera centenares a lo largo de su reinado, de Salomón sólo conocemos el de las dos mujeres, en tanto que de Sancho Panza se narran tres. De lo que se deduce que un labriego analfabeto superó en sabiduría al rey más sabio de la historia. Es broma.
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