¿Quién eres?

Le dijeron, pues: ¿Quién eres? Para que demos una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto.

(Juan 1:22-23 RVR)

Cuando los fariseos, principalmente, acuden a Juan a pedirle explicaciones, el Bautista hace una cosa un poco extraña: al mismo tiempo que se identifica a sí mismo a través de las palabras del profeta Isaías, no se identifica como el mismo profeta en sí. Él no es el Mesías. Tampoco es el profeta: ni Elías, ni ningún otro conocido. Que tuviera su mismo Espíritu, y su mismo llamado, no le hacía ser otra cosa diferente a sí mismo, a Juan el Bautista.

A nosotros ahora, desde nuestros ojos, milenios después, nos puede parecer un diálogo extravagante y ridículo. Pero hay que tener en cuenta que en su momento Juan el Bautista no era nadie. Era un mindundi, un loco de la colina, que andaba por el desierto a las afueras de la ciudad, haciendo sus cosas, anunciando un mensaje, convocando a gente y llamándolos a un arrepentimiento, a un volver a Dios, que en sus palabras a menudo parecía muy exagerado. Por la forma en que van a hablarle, da la sensación de que ni siquiera era el único loco que andaría pegando gritos por las afueras en aquellos tiempos. Se nota que le desprecian, que le miran con hastío y cierta indiferencia. Y, sin embargo, la humildad de Juan no tiene que ver con ninguna carencia de conocimiento de sí mismo. 

Tanto Juan el Bautista como Jesús tenían muy claro quiénes eran. Conocían su identidad y su lugar en el mundo; entenderlo, en este sentido, también es aceptar todo lo que ello conlleva. Podían saberlo porque confiaban en la dirección y la palabra de afirmación que habían recibido del mismo Dios. Se conocían a sí mismos porque, en realidad, conocían a Dios. Pero si Juan, o Jesús, hubieran pasado a identificarse no a partir de Dios, sino a partir del reconocimiento de sus contemporáneos, nada en este evangelio hubiera funcionado. Juan está seguro de quién es, aunque los fariseos no lo entendieran. Pero da igual lo que los fariseos no entiendan, eso no cambiaba nada.

¿Podemos decir nosotros lo mismo?

A menudo la gente, sobre todo la gente bienintencionada y que tiene autoridad suficiente como para organizar el mundo, para decidir quiénes están en los mejores puestos y quiénes no tienen cualidades para ello, son los que deciden quiénes somos. Dejándonos llevar sutilmente, ignoramos que a nosotros también se nos hace esta pregunta constantemente: ¿quién eres? Y, a menudo, no sabemos contestar con nuestras propias palabras, sino que usamos palabras prestadas.

El Bautista sabía quién era para Dios; sabía qué relación le unía a Jesús. Las palabras que usó para describirse no las tomó prestadas de sus contemporáneos, sino de la Palabra de Dios. Él se entendía a sí mismo en las palabras de Isaías 40, y sabía que era cierto. Nada, ni nadie, le movió nunca de esa convicción, ni siquiera la muerte. Los fariseos querían que admitiera que era el Mesías, o Elías, o que admitiera que un loco al que había que ignorar, pero él no cedió. Sin embargo, nosotros solemos estar mucho más dispuestos a encontrar nuestra identidad en lo que dicen los demás de nosotros que en lo que nosotros mismos sabemos que somos.

Desenredo el trabalenguas: tu identidad la marca quién eres en Dios, en relación a Jesús. Da igual que el mundo te diga que eres pobre, o rico, o feo, o guapísimo, o listo, o un poco tonto, o que deberías ser una buena madre, o una buena esposa, o que deberías liderar a las masas, o que tienes carisma, o que te falta carisma, o que tendrías que tener más seguidores en Instagram, o que no te conoce nadie y deberías callarte. Da igual que te llamen poca cosa, o que quieran encumbrarte de mala manera porque, de algún modo, les has hecho tilín. Todo eso da igual, del mismo modo que la opinión de los fariseos acerca de quién era Juan el Bautista le importaba un bledo a Juan el Bautista. Él no estaba a su servicio, sino al de Dios.

Ahí fallamos nosotros. Porque la opulencia, el lujo y las luces de neón que nos rodean nos hacen olvidar que no estamos al servicio de esta gente. No estamos al servicio de sus opiniones acerca de lo que somos, ni de lo que no somos. No estamos al servicio de lo que ellos creen que debemos o no hacer.

[destacate]En Cristo tienes la opción de poner tu identidad no en las palabras de la gente, sino en la Palabra de Dios.[/destacate]Pero, precisamente, del mismo modo, creo que muchos no se han planteado la pregunta desde los términos del Bautista. Su única relación con su identidad ha estado hecha desde la sociedad, o desde las expectativas de la iglesia, de los otros creyentes, de los líderes y pastores. Y si te encuentras mal e incómodo frente a esta pregunta, «¿Quién eres?», es porque ha llegado el momento de hacértela con sinceridad. Y déjame que te diga que, al igual que el Bautista, en Cristo tienes la opción de poner tu identidad no en las palabras de la gente, sino en la Palabra de Dios. Por ejemplo, una respuesta digna del Bautista a «¿Quién eres?» podría ser esta: «Yo soy un olivo verde que florece en la casa de Dios; yo confío en el gran amor de Dios eternamente y para siempre» (Salmo 52:8), o «Yo soy libre del dominio de la oscuridad y habito en reino del Hijo, en quien tengo redención y perdón» (Colosenses 2:13), o «Yo soy el que está limpio por las palabras de Jesús» (Juan 15:3). 

Esto, que suena a cursilada para muchos, fue lo que mantuvo sereno y centrado a Juan el Bautista en su cometido. A mí me parece una manera más que digna de permanecer igual de serena y centrada en el mundo loco en que me ha tocado vivir.