Cristo es el ejemplo perfecto de equilibrio, de cara a los extremos que se encuentran en el ser humano. Aquel que fue el Mesías esperado, siendo Rey vivió como un siervo.
Por María José Navarrete
La Escritura nos muestra la realidad de la identidad de Cristo como Rey y como Siervo, extremos que se complementan. En el Evangelio de Juan nos encontramos una imagen de Jesús, aquel hombre llamado en su momento “Rey de los judíos”. No obstante, le vemos realizando las tareas de une, y no de un un Rey de vacaciones por las Maldivas. Lo cierto es que Cristo es el ejemplo perfecto de equilibrio, de cara a los extremos que se encuentran en el ser humano. Aquel que fue el Mesías esperado, siendo Rey vivió como un siervo. Su carácter quenótico y no ególatra, es lo que hizo y hace de él un modelo perfecto ante los extremos del hombre, y aún más en su vida y desarrollo espiritual.
Jesús es el equilibrio perfecto de cara a los extremos, él es justicia y misericordia. La historia de la mujer adúltera (Juan 8:11) nos ilumina en cuanto a su habilidad para no ceder ante lo que podríamos denominar “espiritualidad pendular”. Jesús supo cómo dirigirse a esta mujer, con misericordia y corrección: “Ni yo te condeno, vete y no peques más”. En el otro extremo de la escena, vemos que Jesús también se dirige a los fariseos: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Jesús no exime del pecado a esta mujer, pero tampoco exime de la falta de amor a los fariseos. Los extremos en el carácter de Jesús siempre eran expuestos con plena armonía y sin ningún tipo de disensión.
Podemos seguir viendo la armonía que regía la vida espiritual de Jesús, y como su ministerio logró ser efectivo no por la pomposidad de las masas que le seguían, ni por las sanidades, milagros y prodigios que realizaba, sino por la plena complementación que había entre aquello que le precedía y su preocupación por el alma de las personas.
Cuando observamos la actitud de Jesús frente aquella multitud necesitada de sustento, vemos dos acciones; una interna: “Tuvo compasión de la multitud” (Mr. 8:2), y otra externa: “Multiplicó el pan” (Mr. 8:5- 9). La acción de Jesús frente a esta escena tuvo su motivación en la compasión por las personas, no en la demostración de su poder. La pasión de Jesús siempre fue motivada por la compasión. Virtudes muy diferentes pero complementarias en su praxis.
A lo largo de la historia de la iglesia hemos visto la pendularidad del ser humano. Pero esto ya no es una realidad en nuestra cristiandad hoy, ¿verdad? Ciertamente sí lo es. El ser humano aún debe aprender a vivir con sus extremos, y entonces hallar el equilibrio en su vida espiritual. Hemos visto, hemos oído de antaño de grandes avivamientos. No obstante nos quedamos en lo eventual, por no saber vivir en equilibrio. La mayoría de los avivamientos comenzaron con una búsqueda devota de la presencia de Dios, arrepentimiento genuino, pasión por las Escrituras y el mover del Espíritu de Dios.
Posteriormente ocurrían milagros, sanidades, había una zarza ardiente que no se consumía. No obstante, el ser humano en su propia inclinación hacia un extremo u otro, se fija en el envase, y olvida el contenido. No podemos centrarnos en la manifestación del poder de Dios, olvidando la devoción. La pérdida de devoción nos conduce a una espiritualidad panfletaria, pero la unión entre devoción y poder nos conduce a una espiritualidad sin mácula, plenamente poderosa en Cristo, y plenamente devota.
La mayoría de las personas nos centramos en el fruto del árbol y descuidamos aquello con lo que nutrimos las raíces de ese árbol. La realidad es que un árbol no es frondoso por sus frutos, sino por sus raíces. Dos extremos, pero complementarios.
Nuestra vida espiritual, ministerial y de relación con nuestro entorno debería dejar de encontrarse en un péndulo, y hallar el equilibrio entre los extremos que la Escritura nos señala. La gracia de Jesús nunca fue acompañada de un incumplimiento de la ley, tampoco su corrección fue desvinculada del amor. Su contundencia con los fariseos nunca fue expuesta desarraigada de la verdad.
El rey de los judíos, colgado junto a otros criminales, no usó su divinidad frente a las palabras de los que le acompañaban: ¿No eres tú el Mesías? ¡Pues sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros! (Lc. 23:38). Jesús siempre buscó que la voluntad y el reino de Dios se establecieran en la tierra, nunca se halló edificando sus propios reinos. Fue el rey que vivió como siervo sufriente, el rey que realizó tareas propias de un esclavo, el rey que caminó con prostitutas, publicanos y pecadores. Lo que hizo grande el paso de Jesús por la tierra no fue su poder, sino el uso de él con un extremo llamado sensibilidad, y en el otro una virtud llamada humildad.
Aquello que hizo que Jesús no fuera un líder político o un sanador motivacional es que su mirada siempre estuvo en la plena dependencia del Padre, y en traer el reino de Dios a la tierra. Por ello, cuando nos sintamos tentados a caminar de forma pendular, procuremos ver sin miopía aquellos extremos que deben dejar de darse en nuestra profesión de fe, y comencemos a caminar mano con mano.
El misterio de Cristo se encuentra en raíces como el amor, la verdad, la justicia y la lealtad a los valores del reino. Anhelamos ver la manifestación de su gloria, pero no somos amantes de su presencia; anhelamos un avivamiento, pero buscamos una “visita de su Espíritu” en lugar de una presencia constante de él.
Podemos pensar: ¿dónde queda la gracia? Todo lo que recibimos de Cristo es por gracia. Entonces, ¿por qué conformarnos a una espiritualidad inmersa en la mediocridad de la comodidad, cuando podemos sumergirnos en su exuberante y abrumadora gracia de forma encarnacional? ¿Por qué ser hombres y mujeres que viven de lo que se les da, cuando el Rey de Reyes fue capaz de vivir como siervo sufriente? No se trata de una utopía espiritual, tampoco de un ascetismo rígido, sino de vidas que encarnan en su propia existencia aquello que anhelan ver y experimentar.
El péndulo llega a su final cuando el vaciarse de uno mismo se convierte en llenarse de la vida de Cristo. Dos extremos que se dan la mano, pues entonces el vacío es plenitud, y los frutos son sustentados por raíces tupidas.
La gloria de la cruz se encuentra en el peso de toda la condenación de la humanidad sobre aquel siervo sufriente, Jesús de Nazaret.
María José Navarrete - Estudiante de Teología - Córdoba (España)
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