La celebración que surge de lo bueno, lo recto y lo amable es absolutamente genial, porque desborda alegría compartida, cánticos, gozo, baile, sinceridad y vida.
Hay algo que siempre me ha llenado de asombro, y son las celebraciones de algunos aficionados. Cuando la selección de Italia fue campeona del mundo de fútbol en 2006, hubo muertes por disparos de arma de fuego, niños heridos por botellazos, heridos con armas blancas, lunas y escaparates rotos, coches destrozados... Todo esto como muestra de la «alegría» del pueblo. Cuando uno conoce noticias como esta siempre se pregunta: ¿Qué habría pasado si llegan a perder?
Creo que puedo dar una razón a tal sobresalto: hay personas que no solo se alegran por cualquier cosa (¡y perdón a todos los que crean que un campeonato del mundo no es cualquier cosa! Quizá tengan razón, pero...), sino que disparan toda su adrenalina como si el mundo fuera a terminarse el día siguiente. Las celebraciones sin sentido suelen ser una consecuencia de vidas sin sentido. La violencia en el júbilo surge de un corazón que vive insatisfecho e infeliz por su día a día y termina explotando de cualquier manera, haciéndose daño a sí mismo y a los demás.
El contraste con las personas que se alegran en lo que Dios hace es total. La celebración que surge de lo bueno, lo recto y lo amable es absolutamente genial, porque desborda alegría compartida, cánticos, gozo, baile, sinceridad y vida. El que vive cerca de Dios es feliz: «Alegraos en el Señor y regocijaos, justos; dad voces de júbilo, todos los rectos de corazón» (Salmo 32:11). «Alégrense todos los que en ti se refugian; para siempre canten con júbilo, porque tú los proteges» (Salmo 5:11).
Dios es el creador de la alegría, la fuente de la felicidad, así que quien se acerca a él sabe lo que es realmente disfrutar de la vida. Nuestro cuerpo se alegra cuando Dios está con nosotros, porque re- conoce a quien le creó. La sola presencia del Señor nos llena de paz y nos lleva a celebrar, porque su sonrisa hace resplandecer todo lo que nosotros somos y llena nuestro espíritu de paz. No tiene nada que ver con las circunstancias: no depende de lo que haya ocurrido, sino que fluye de él y nos llena. Es como si fuéramos campeones del mundo permanentemente.
Sé que a veces la vida se tiñe de tristeza. El Señor Jesús lloró y hubo ocasiones en las que las lágrimas rebosaron en su alma. Pero esas circunstancias no lograron apagar la celebración de la eternidad dentro de su corazón. Eso es lo que hace diferentes nuestras vidas. La alegría no descansa en lo temporal, sino en lo permanente. El gozo no se termina, sino que tiene duración eterna. Celebramos todo lo que pasa como todo el mundo, pero hemos aprendido precisamente eso, que todo pasa... y que nosotros vivimos en otra dimensión. Una dimensión eterna.
Si está pasando algo grande en tu vida, celébralo. Rebosa de alegría, canta, disfruta; ¡Pero jamás con violencia! Si está amaneciendo un día aparentemente gris, recuerda que tu alegría no depende de los colores que puedas ver, sino de quien los creó en un derroche de imaginación para ti, aunque aparentemente en este momento el arco iris esté escondido.
Alégrate en él. Disfruta con tu Creador y con todo lo que ha creado ¡Canta y baila! Dios también lo hace al verte.
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