Al decir el doctor Lucas que Ana frecuentaba el templo día y noche, indica la frecuencia con la que atendía su vida espiritual.
Poca documentación he encontrado de esta mujer, de la que sólo se habla en tres versículos en el segundo capítulo escrito por Lucas: 36, 37,38. Pero en esas 13 líneas destaca una mujer de la que podemos aprender mucho. Juan de Maldonado, escribiendo en el siglo XVI, enumera algunos de los testigos tempranos en el nacimiento de Cristo: “Engendra una virgen, da a luz una estéril, habla un mudo, Zacarías, profetiza Elisabet, adoran los magos, salta de alegría el que aún estaba en el seno y alaba al Señor una profetisa viuda”.
Lucas, médico de profesión e historiador escrupuloso, describe a Ana indicando su nombre, su familia y su condición. Era hija de Fanuel, varón de la tribu de Aser. Este Aser era hijo del patriarca Jacob y fundador de la tribu que llevaba su nombre.
Ana era una de esas mujeres que quedan viudas jóvenes y el amor y el recuerdo al esposo fallecido les impide contraer nuevo matrimonio. Guste o no, la viuda que contrae nuevas nupcias deja viuda el alma del marido fallecido. Ana no era de éstas. Cuando la Biblia la presenta tenía 84 años y sólo había estado casada siete. Su vida sentimental quedó en la tumba donde fue enterrado el hombre que amó en su juventud. San Ambrosio, en el siglo IV, dijo de ella: “Por eso es presentada Ana tan adornada de las cualidades y virtudes de la viudedad, que pueda aparecer digna de anunciar a todos haber venido el Redentor”.
Dice la Biblia que Ana era profetisa, es decir, mujer inspirada por el Espíritu Santo, al igual que lo fueron María, hermana de Aarón (Éxodo 15: 20), Débora (Jueces 4: 4), Hulda (2º de Reyes 22: 14) y las cuatro hijas de Felipe, entre otras (Hechos 21: 9). La misión de estas mujeres profetisas era comunicar los oráculos, la Palabra de Dios, no como lo hacían los sacerdotes estudiosos, sino por inspiración unas veces, en sueños, visiones, audición o con acciones simbólicas. Algunas de ellas ponían sus profecías por escrito, como en el caso de Débora (Jueces 5: 1-31).
El hecho de decir Lucas que Ana “no se apartaba del templo” ha sido interpretado por algunos expositores de este Evangelio en el sentido de que viviría en un edificio anexo al santo lugar, no en el propio templo, prohibido a las mujeres. Al decir el doctor Lucas que Ana frecuentaba el templo día y noche indica la frecuencia con la que atendía su vida espiritual. Desde luego, esta mujer no era como tantas en iglesias de nuestros tiempos, que sólo acuden al lugar de culto una vez a la semana o un domingo sí y dos no. Aunque ellas mismas no lo detecten, viven espiritualmente vacías. San Ambrosio, ya citado en estas letras, decía en el siglo IV de nuestra era que precisamente como consecuencia de su entrega espiritual la Biblia cita aquí a Ana, “tan adornada de cualidades y virtudes que pueda aparecer digna de anunciar a todos haber venido el Redentor”.
Entre los muchos milagros que hizo Jesús figuraba la curación de un joven lunático. Cuando el Señor “reprendió al demonio, el cual salió del muchacho y éste quedó sano desde aquella hora” (Mateo 17: 18), los discípulos, llevándole aparte, le preguntaron: “¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?”
Es posible que mientras Jesús estaba con Moisés y Elías en el monte de la transfiguración, hecho que se narra en el mismo capítulo, el padre del joven lunático acudiera con él a los discípulos. Esta posibilidad es coherente, al decir los discípulos a Jesús que ellos no pudieron obrar el milagro. Al exponer sus dudas, Cristo les responde: “Este género no sale sino con oración y ayuno” (Mateo 17: 21).
Unos 30 años antes de que Cristo recomendara la oración y el ayuno, la profetisa Ana ya honraba al Señor con ambas acciones. Dice Lucas: “No se apartaba del templo, sirviendo al Señor de día y de noche con oraciones y ayunos”. ¿Son las oraciones y el ayuno un servicio al Señor? Así lo entiende el autor del Evangelio. En todo caso, orar y ayunar contribuye a que nuestra vida espiritual crezca, se desarrolle, evolucione favorablemente en las relaciones con Dios y a favor del prójimo. Es una hermosa lección de los Evangelios. La práctica de la espiritualidad en busca del Dios-amor y los medios puestos a nuestro alcance para lograr el mayor grado de plenitud hasta que Cristo sea formado en nosotros (Gálatas 4: 19).
Al ser pocas las palabras que Lucas dedica a Ana, cada una de ellas tienen un énfasis peculiar. como si dijera: Es una mujer notable, dignísima de todo crédito. Las cuatro líneas del versículo 39 dicen mucho más de lo que puede deducirse de una simple lectura. Escribe Lucas: “Esta, presentándose a la misma hora.
El autor del Evangelio se refiere a una hora concreta. Sabemos de qué hora se trataba. El niño Jesús fue circuncidado al cumplir ocho días de edad (Lucas 2: 21). Después de la circuncisión se cumplieron los días de la purificación de María (Lucas 2: 22). Según la ley dada por Dios a Moisés la madre que daba a luz quedaba impura por 40 días si era niño y 80 días si era niña (Levítico 12: 28). Pasados los 40 días María viaja a Jerusalén para presentar el niño al Señor. Entonces Jesús contaba 48 días. En el templo estaba un profeta llamado Simeón. Cuando vio a José y a María con el niño, “lo tomó en sus brazos y bendijo al Señor” (Lucas 2: 28). Ana, que prácticamente pasaba la vida en el templo, “se presenta a la misma hora” (Lucas 2: 28) en que Simeón tenía al niño en sus brazos. ¿Lo alzó Ana en los suyos? Si no lo hizo, estuvo muy cerca, pues el texto dice que “daba gracias a Dios”. Lo que sigue es una página imprescindible en la historia de la propagación del cristianismo. Ana fue la primera misionera conocida: “Hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”. (Lucas 2: 39). Algunas versiones de la Biblia sustituyen Israel por Jerusalén. Ambas lecciones tienen buen sentido. Si leemos Jerusalén significaría que hablaría con habitantes de la capital. Si preferimos Israel entenderíamos que Ana se trasladó a otras ciudades de Israel con idéntica misión.
¡A todas las mujeres! Nada importa la edad que se tenga. Aún con 84 años, y más, se puede ser una buena evangelizadora de Cristo y para Cristo.
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