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La mujer de Job

Excepto la enfermedad, que se sepa, había pasado por los mismos sufrimientos que el marido.

ENFOQUE AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 03 DE JUNIO DE 2020 10:00 h
Job y su mujer. Un cuadro de Gaspare Traversi. / Wikimedia Commons

El libro de Job, que lleva el nombre del personaje principal, es uno de los más importantes, no sólo del Antiguo Testamento, sino también de la literatura universal, tal como lo concibe Georges Casalis, Profesor de la Facultad libre de Teología protestante de París.



Job no pertenece al pueblo hebreo. Su nombre es edomita, y algunos estudiosos del libro creen que podría significar “el que está expuesto al ataque del enemigo”, una prueba del carácter simbólico del libro. Su patria es el país de Uz (Job 1:1). Este primer capítulo nos lo presenta como un hombre, tal vez en prácticas sacerdotales, como un hombre opulento, muy rico, con 7.000 ovejas, 3.000 camellos, 500 yuntas de bueyes, 500 asnos, muchísimos criados, una esposa, siete hijos y tres hijas. “Y era aquel varón más grande que todos los orientales” (1: 3).



Por intervención de Satán se produce el drama en cuestión de poco tiempo. Job descansaba tranquilamente en su hacienda cuando llegan hasta él cuatro mensajeros con malas noticias. El primer mensajero le dice que los sabeos habían matado a sus pastores a filo de espada y se llevaron el ganado.



Un segundo mensajero dijo que un fuego caído del cielo había matado a los pastores y al ganado que quedaba.



El tercer mensajero le dijo que los caldeos enviaron tres escuadrones, se llevaron los camellos y mataron a los cuidadores.



La noticia del cuarto mensajero fue la más dolorosa para Job. Sus hijos e hijas, de fiesta en casa del hermano menor, perecieron a causa de un terremoto.



Después del último mensajero Job no esperaba otro. Nada le quedaba ya por perder. Comprende que el ser humano, al entrar en el mundo y al salir de él, se halla en plena desnudez de los bienes terrenos.



Lejos de dejarse llevar por la desesperación, Job intuye la mano de Dios. Conforme a las prácticas habituales del duelo en aquellos tiempos, rasga sus vestiduras, rasura su cabeza y postrado rodilla en tierra pronuncia estas palabras: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio y Jehová quitó; sea Jehová bendito”.



Tenemos aquí las primeras palabras que Job pronuncia en el libro. Reconoce que todo lo que había recibido en vida se le había dado gratuitamente. Al decir en 1:21 que después de la muerte volvería allá no se refiere al seno materno, sino a las moradas eternas. Por la invocación a Jehová entendemos que, aunque él no era hebreo, tal vez se había convertido al culto a Jehová.



Job había sufrido cuatro pruebas, de las que había sido informado por otros tantos criados. Ahora le llegaba otra. La enfermedad. Una “sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Tomaba un tiesto para rascarse con él y estaba sentado en medio de ceniza”.



La intensidad de los sufrimientos abarca los capítulos 16 y 17 del libro: “mi rostro está inflamado por el lloro y mis párpados entenebrecidos. … Mis ojos se oscurecieron por el dolor … a la corrupción he dicho: Mi padre eres tú. A los gusanos: Mi madre y mi hermana”.



Aquí interviene la mujer. Le dice: “¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios y muérete. Y él le dijo: Como suele hablar cualquier mujer fatua has hablado” (2:9-10).



La acusación de la mujer ha sido interpretada de manera diferente por comentaristas del Génesis. He consultado varias versiones de la Biblia y todas coinciden con la Reina Valera. Bover Cantera: “Maldice a Eloim y muérete”. Nueva Biblia Española: “Maldice a Dios y muérete”. Biblia Ecuménica: “Maldice a Dios y muérete”. Versión de la Compañía de Jesús: “Maldice a Dios y muérete”. Versión Profesores de Salamanca: “Maldice a Dios y muérete”. Biblia Hebrea, versión en inglés: “Blasfema a Dios y muérete”.



Frente a estas versiones citadas tenemos la versión católica de Nacar-Colunga, muy popular, muy estimada. Eloíno Nácar era en 1955, cuando se publicó la citada versión, canónigo rectoral en Salamanca, y Alberto Colunga profesor de Sagrada Escritura en la Pontificia Universidad de Salamanca. La versión que ellos tradujeron de las lenguas originales dice así en 2:9: “Díjole entonces su mujer: “¿Aún sigues tú aferrado a tu integridad? Bendice a Dios y muérete”.



Entre maldecir y bendecir hay una diferencia abismal. Acudo a la última edición del Diccionario de la Real Academia Española. Maldecir: Injuriar. Echar maldiciones contra alguien. Denigrar.



Bendecir: Alabar, engrandecer, ensalzar a alguien. Nácar y Colunga lo explican de esta manera: “Bendice a Dios y muérete lo dice la mujer con ironía o por un eufemismo”.



Lo dejo ahí. Que el lector forme su propia opinión.



A favor de la mujer de Job es preciso tener en cuenta que era un ser humano, no un árbol ni una columna de mármol. Tenía corazón y sentimientos. Lo ocurrido había cambiado su vida. La ruina total de la hacienda. La pérdida de todo el ganado. La matanza de los criados, todo eso la afectaría igual que al marido. Y los 10 hijos muertos eran también sus hijos. Excepto la enfermedad, que se sepa, había pasado por los mismos sufrimientos que el marido. Eva colaboró con el diablo en la caída. La mujer de Job no, el diablo perseguía sólo al marido.



El comentario que la Biblia Hebrea hace de Job 2:9 dice: “La mayoría de los rabinos interpretan el texto diciendo que ‘la mujer’, en un gesto de buenas intenciones trataba de consolar al marido en sus sufrimientos y mostrarle su preocupación por él”.



Otros intérpretes han machacado a esta mujer. El gran teólogo católico del siglo XIII, Tomás de Aquino dice que la mujer de Job era de “mezquina mentalidad, no tenía los quilates de virtud del marido y con toda imprudencia le invita a maldecir a Dios, tentada por el diablo”.



También San Agustín, siglo V, decía que la mujer, “con su falso amor al marido se ha convertido en ayudadora de Satán”. ¡Pobre mujer!



Nada de todo lo que le achacan estaba en su mente. La represión de su marido es dura en el fondo, pero suave en la forma. No le dice que sea una mujer fatua, sino que perturbada por el dolor ha hablado como una de ellas. El jesuita Juan Leal dice que el término hebreo empleado en este versículo, atendiendo a su etimología, significa decaída.



¡Quién no decae teniendo en cuenta de dónde esta mujer había caído!


 

 


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