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El Hijo de Dios nació en el Mediterráneo

Hemos perdido de vista que Dios no ama el sistema, sino a cada persona en particular.

DESDE MI HABITACIóN AUTOR 47/Jaime_Fernandez 18 DE MAYO DE 2020 11:33 h
Imagen de [link]Cynthia Magana[/link] en Unsplash.

A los dos o tres días de llegar al hospital, infectado por el Covid 19, viví un contraste brutal que no puedo olvidar: por un lado las enfermeras en la planta que yo estaba, cantando el famoso “Resistiré” (todas las tardes lo hacían); y por otro las noticias anunciando que, en un país del norte de Europa, se les facilitarían pastillas a los enfermos de Covid 19 que tuvieran una cierta edad, y quisieran quitarse la vida. Parecía increíble: por una parte la lucha por salvar una vida, sin importar los medios y el esfuerzo ¡incluso animándonos con canciones! Por otra la sociedad por encima de todo. En una cultura se lucha y se llama a la resistencia para que una vida no se escape; en la otra, si algunos desaparecen no importa tanto, porque el bien común y la estabilidad económica lo absorben todo.



Dos maneras de ver el mundo, dos culturas diferentes.



Al final, cada uno de nosotros decide a quién seguir: no se trata de lo que es mejor o lo que es peor, sino de lo que acaba dirigiendo nuestra vida, sea consciente o inconscientemente.



El cristianismo no es ajeno a esas luchas: en el mundo de hoy, muchos cristianos se definen solo por sus ideas y doctrinas. Lo importante es el bien común y el control, no las vidas individuales. Lo que identifica a las personas es lo que dicen creer, no lo que viven; su razón domina todo lo espiritual, de tal manera que se calculan las creencias, se mide (aunque sea inconscientemente) el amor al Señor, y se divide de una manera perfectamente definida, la vida de iglesia y la vida normal en el trabajo y en la familia. Capaces de no faltar a una sola reunión y/o actividad, pero siempre calculando el precio de su compromiso. Todo sin entusiasmarse demasiado porque, claro, ¡la vida es otra cosa! 



Muchos creen que para llegar a Dios es más importante la mente que el corazón. Los filósofos griegos lo defendieron hasta la saciedad, porque incluso defendían que el cuerpo era malo. Muchos siglos después llegó un tal Tomás de Aquino que, a pesar de su conocimiento bíblico, quiso poner a Aristóteles prácticamente a la altura de Pablo, Pedro, etc. y muchos en el cristianismo le siguieron como si su palabra fuera divina. Bastaba simplemente que supieran que Jesús explicó que toda la ley podría resumirse en: “amar al Señor con toda la mente, el corazón, el cuerpo y las fuerzas”, y que la Biblia repite una y otra vez que nuestro corazón es esencial para comprender lo que Dios dice (con textos tan específicos como Efesios 1:18 que incluso enseña que el Señor tiene que abrir los ojos de nuestro corazón), para aprender que lo que no se ama con el corazón, no sirve de mucho tenerlo en la mente. Precisamente Jesús tuvo que enfrentarse con su pueblo, porque su corazón estaba muy lejos de Dios, a pesar de que le honraban con sus palabras. Es obvio que ese defecto no es exclusivo de una cultura determinada, pero a veces nos da la impresión de que algunos están más cerca de caer en él, que otros.



Porque bajo ese disfraz de conocimiento y objetivos por encima de todo, muchos creyentes buscan los dones, el púlpito, los grandes eventos, los congresos, las actividades sin fin, etc. sin recordar que la Biblia nos enseña que es el fruto del Espíritu lo que identifica a los seguidores de Cristo, no todas las demás cosas (¡que no son malas, por supuesto!). Nuestra identidad en el Señor se define en términos de: “Amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio” (Gálatas 5:22-23) Todas ellas cualidades que tienen que ver con la vida entera; no sólo con el conocimiento, sino también con el corazón, los sentimientos, las decisiones y los hechos de cada día.            



No quiero crear polémica con nadie, pero que nos debe hacer pensar que los dos países más misioneros en el siglo XX, han perdido su entusiasmo por el Señor, y ahora mismo no podemos ponerlos en un pedestal o seguir su modelo como ciegos: en Inglaterra se cierran iglesias evangélicas ¡cada día! Y las iglesias mas tradicionales en los Estados Unidos perdieron más de un treinta por ciento de creyentes en los últimos treinta años. A pesar de todo, muchos siguen copiando sus programas, actividades, objetivos, etc.



Una de las razones es que en ese primer mundo, la propia cultura ha puesto el énfasis en los espectadores; lo que todos quieren son grandes espectáculos con miles de personas siguiéndolos. El significado de la vida en una cultura materialista es consumir; ¡ese es el problema! Los espectadores solo consumen: compran productos, camisas, discos, libros, cuadros, accesorios, etc. ¡pero no cambian nada! Solo sirven para gastar dinero, y en cierta manera, es lo que muchos quieren, cristianos que den su diezmo y sus ofrendas, aunque no hagan nada más. Como decíamos, para muchos ese es el modelo, tanto es así que puedes encontrar países con casi la mitad de su población evangélica, pero sin que nada haya cambiado en la sociedad, ni en su manera de ver la vida. Como cantamos en un conocido himno (y en un contexto diferente, claro) vivimos salvos, santos y satisfechos… 



Y eso es todo amigos.



Porque para transformar el mundo, hace mucho más un comprometido, que diez mil espectadores.



De una manera absolutamente consciente, hemos dejado que algunos principios culturales se hayan establecido dentro de la iglesia:



Preferimos la cultura del dinero, antes que la de la ayuda.



La cultura de los éxitos y los seguidores, frente al cuidado de las relaciones.



La cultura de los objetivos y el trabajo, frente la de la trascendencia de la familia.



La cultura del hacer y el tener, frente a la cultura del ser.



La cultura del conocimiento, frente a la gracia y la verdad. 



Esto último merece algo más que un paréntesis, porque ya desde el Antiguo Testamento, Dios nos enseña que la gracia y la verdad se besan porque no pueden vivir la una sin la otra. ¡El mismo Señor Jesús es presentado como lleno de gracia y verdad! Jamás debemos olvidar que la gracia va en primer lugar, porque si todo dependiese exclusivamente de la verdad, ¡estaríamos perdidos!



Sí, porque de una manera casi inapreciable, esa manera de ver el mundo acaba traicionando a la gracia. La arrogancia con la que tomamos decisiones y juzgamos a otras personas (incluidos nuestros hermanos); las enemistades que creamos en la defensa de la fe, porque a veces lo hacemos sin sentimientos y sin miedo a hacer daño, sin importarnos los heridos que dejamos en nuestra guerra santa; y nuestra insensibilidad delante del sufrimiento a nuestro alrededor, nos llevan a pretender abrazar lo Eterno de una manera calculada, fría y sin gracia. Y eso es imposible. 



O ponemos toda la carne en el asador, o nuestra vida tiene muy poco sentido. O amamos a Dios con todo lo que somos, incluido nuestro cuerpo, emociones, posesiones, etc. y derrochamos todo nuestro entusiasmo y nuestra pasión por Él, o el mundo jamás podrá cambiar. 



¡Sí! Porque ya casi nadie habla de eso: ni los predicadores, ni los evangelistas, ni los músicos, ni los maestros, ¡ni siquiera los jóvenes! Vivimos felices y cómodos en nuestra casa común, esperando que los demás vengan a nosotros, y vean lo contentos que estamos y lo buenos que somos. ¡Pero nuestro objetivo ya no es transformar el mundo!



Es el mundo como sistema el que está venciéndonos: hoy todo se mide, todo se compara, todo se disfraza de apariencia, todo se compra y se vende; parece que lo único que importan son las cifras, no la satisfacción de lo bien hecho o la felicidad del alma. Lo trascendental es tener éxito a cualquier precio y la competitividad reina en nuestras vidas.



Olvidamos que Dios no nos creó para competir con nuestros semejantes, sino para amarlos. Hemos perdido de vista que Dios no ama el sistema, sino a cada persona en particular.



Quizás deberíamos recordar que es mucho más trascendente la emoción de la mirada de alguien, que 100 comentarios en tus redes sociales. Son más importantes las personas que los objetivos; los abrazos que los éxitos, la familia que las actividades programadas; los hijos mucho más valiosos que las empresas. Recordar que, si descendemos a lo cotidiano, un paseo por la playa o la montaña hace mejor a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu, que un día en un centro comercial.                            



Le doy gracias a Dios por mis amigos de origen anglosajón, porque sigo aprendiendo mucho de ellos cada día: sus vidas son un ejemplo, de la misma manera que las de muchos otros en todos los países del mundo. Pero lo que todos debemos comprender es que elevar los principios culturales a la altura de la Biblia (aunque sea de una manera inconsciente), es una forma de idolatría, ¡mucho más cuando alguno de esos principios no están de acuerdo al carácter de Dios!



Si defendemos que nuestro modelo es Jesús (¡Y no debe ser otro!), nos encontramos con un Salvador cuyo objetivo esencial eran las relaciones, que la mayoría de sus enseñanzas las desarrolló comiendo con todo tipo de personas y paseando con ellos; que expresaba sus sentimientos y era flexible en sus horarios. Que cambiaba sus planes de acuerdo a lo que sucedía, a pesar de ser Dios y conocer el futuro; que puso por delante la curación de las heridas de las personas, antes que su propio ministerio, ¡porque ese era precisamente su ministerio! Su compasión prevalecía por encima de sus objetivos, mostrando siempre una gracia tan extraordinaria, que incluso después de señalar con dureza la crueldad religiosa de los líderes del momento, termina ¡orando, llorando por ellos, y por toda la ciudad! (Cf. Mateo 23) 



Es más, si medimos la vida del Señor de acuerdo a los patrones actuales de liderazgo que se defienden en la gran mayoría de las iglesias, Jesús sería la persona más fracasada de la historia. Sin embargo, pocos meses después de su resurrección, sus seguidores eran miles; y hoy son cientos de millones. A pesar de lo que muchos han hecho para desprestigiarle, ¡tanto amigos como enemigos!  



Esa es una de las grandes lecciones mas importantes que Dios le ha dado a la humanidad: el éxito se mide en comparación con lo eterno, no con lo inmediato.



No estoy defendiendo que haya culturas superiores a otras. Debemos ser capaces de comprender cuáles son nuestras virtudes y nuestros defectos, y por lo tanto, debemos aprender a leer la Palabra de Dios sin ningún prejuicio ni ninguna lente cultural; simplemente dejando que Dios nos hable y nos transforme: a nosotros, a nuestra familia, a la iglesia, ¡y también a nuestra cultura! Así que, con todos mis respetos, necesitamos recordar que Dios no eligió que su Hijo naciera en el norte de Europa, ni mucho menos en Norteamérica (Él es el dueño de la historia, podría haberlo hecho perfectamente).



Jesús nació en un lugar y una cultura en la que, además de la mente, el corazón y las emociones son muy importantes.


 

 


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COMENTARIOS

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20/05/2020
18:22 h
1
 
Muy buena reflexión Jaime. Un fuerte abrazo
 



 
 
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