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Atalía

Atalía perdió la oportunidad de hacerse buena. Pero del mal árbol caen malos frutos.

ENFOQUE AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 29 DE ABRIL DE 2020 09:45 h
Atalía y Joás, un cuadro de José Aparicio, pintado en el siglo XIX. / Wikimedia Commons

Dice el refrán castellano que de tal palo tal astilla.



Existen hijos que enlazan el pasado con el futuro. Y hay padres y madres malos cuyos hijos suelen salir peores que ellos. De esta estirpe era Atalía, cuya historia se cuenta en el capítulo 11 del segundo libro de los Reyes y en el segundo de Crónicas, en la Biblia.



Josafat fue el cuarto rey de Judá. Buen hombre y buen gobernante. Reinó durante 25 años. A su muerte le sucedió su hijo Joram, mal hombre y mal gobernante. Sólo se mantuvo en el trono ocho años. Dicen que detrás de un buen hombre hay una buena mujer. En esta historia no ocurrió así. Detrás de un mal hombre hubo una mujer peor que él.



Joram tuvo la mala suerte, o lo que fuera, de contraer matrimonio con una hija de Acab y Jezabel, llamada Atalía. No es que fuera tan perversa como la mujer que le dio el ser, la superó en ignominia y crueldad. Tal como hizo Jezabel con Acab, también la hija se las arregló para despertar en el corazón de su marido la ambición, la sangre, la religión de Baal y el desprecio a las leyes de Jehová. A tal extremo llegó la maldad de este rey, esposo de Atalía, que Elías pronuncia contra él una dura profecía: “Por cuanto has dado muerte a tus hermanos, a la familia de tu padre, los cuales eran mejores que tú, Jehová herirá a tu pueblo de una gran plaga, y a tus hijos, y a tus mujeres y a todo cuanto tienes”.



Los malos siempre escapan. Atalía quedó libre de aquellas malignas predicciones. Poco después protagonizó una de sus criminales hazañas. Su esposo, Joram, estaba gravemente enfermo en cama. Junto al lecho se encontraba su hijo Ocozías. Llegó en plan de visita Jehú, el que despeñó desde una ventana a la malvada Jezabel. Fue una visita calculada. Había ido a matar. Dió muerte al padre y al hijo, a Joram y a Ocozías. Así se las gastaban aquellos reyes cuyas historias se cuentan en seis libros de la Biblia. Dos de Samuel, dos de Reyes y dos de Crónicas.



Sigo en la Biblia: “Cuando Atalía, madre de Ocozías, vio que su hijo era muerto, se levantó y destruyó toda la descendencia real, incluyendo otros hijos y nietos. Una hermana de Ocozías, llamada Josaba, tomó a un sobrino suyo, Joas, y lo sacó furtivamente”.



Atalía perdió la oportunidad de hacerse buena. Pero del mal árbol caen malos frutos. Había gobernado como esposa y madre, pero no le bastaba. Se afirmó en la crueldad. No quería compartir el poder. Hizo degollar con una atrocidad inexorable a todos los miembros de la familia real y ella se instaló en el trono de Judá para reinar sola. Entre los israelitas las mujeres estaban excluídas del gobierno, menos aún de la cadena monárquica. Pero con sus maquinaciones políticas y sus continuos derramamientos de sangre logró mantenerse en el trono durante seis años, aunque no era de la tribu de Judá ni de la raíz de David.



En los seis años que Atalía reinó sobre Judá propagó el culto de Baal, erigiéndole un templo en Jerusalén, expoliando el de Jehová, cuyos objetos de culto destinó a sus servicios.



Hasta que el pueblo se cansó de ella. Seis años fueron más que suficientes.



Hubo una rebelión. Fue precisamente en beneficio de uno de sus nietos, con el que ella no contaba. Era Joas, aquel niño al que una tía suya libró de la cruel matanza que ordenó contra todos los miembros de la realeza. Joas, el único hijo del rey Ocozías que no fue muerto por la usurpadora, estuvo seis años escondido en el templo. Cumplido este tiempo, el sumo sacerdote Joiada paso a la acción. Decidido a restaurar la dinastía davídica y el culto a Jehová, convocó al pueblo al templo, armó un pequeño ejército de soldados que se desplegaron en semicírculo de sur a norte, formando un cordón en el atrio del templo. La operación se concertó en sábado, cuando el cambio de servicios despistaba todo el movimiento de tropa. “Sacando luego Joiada al hijo del rey le puso la corona y el testimonio, y le hicieron rey, ungiéndole; y batiendo las manos dijeron: ¡Viva el rey!”.



Aquel rey tenía sólo siete años.



¡La que se armó!



Cuando Atalía oyó el rumor del tumulto corrió al templo. Desde el umbral divisó al niño de siete años, su nieto, convertido en rey. La multitud aplaudiendo enfervorizada. Trompetas y otros instrumentos sonaban en honor del joven monarca. “Entonces Atalía, rasgando sus vestidos, clamó a voz en cuello: ¡Traición, traición!”.



El sumo sacerdote ordenó que la sacaran, no quería que la mataran en el templo. Sigo en la Biblia: “Le abrieron, pues, paso, y en el camino por donde entran los de a caballo a la casa del rey, allí la mataron”.



Así murió Atalía, víctima de una pasión desenfrenada, la mujer cruel que a muchos mató, incluyendo a hijos y nietos, como he escrito en otro lugar de estas letras. Todos los crímenes merecen un castigo y Atalía lo tenía merecido. Después de su muerte el sumo sacerdote Joiada prosiguió su restauración política y religiosa. Hizo que el pueblo jurara fidelidad al rey y a Jehová. Joas reinó en Judá durante 20 años. Una molesta enfermedad le amargó la vida. Furiosos sus criados porque había dado a su enemigo el rey de Siria todos los tesoros del templo, conjuraron contra él y lo mataron. Fue sepultado en Jerusalén, “pero no en el sepulcro de los reyes”, donde sí enterraron al sumo sacerdote cuando murió a los 130 años, “por cuanto había hecho bien con Israel y para con Dios”.



El francés Jean Baptiste Racine, poeta trágico y académico, escribió en el siglo XVII una obra teatral sobre Atalía y su mundo. Alcanzó un gran éxito de crítica y de público. El filósofo Voltaire la llamo la obra maestra del teatro francés”. Y a Chateubriand le mereció este juicio: Nadie puede ser comparado con Racine en esta pieza”. En el último acto de la obra Atalía dice: Moriré desesperada”. Y el rey Joas pone punto final al drama con estas palabras: Muere así quien de Dios muere enemigo”.


 

 


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