Mujer de fe. Mujer generosa. Mujer activa, inteligente. Mujer de esas que saben ir por delante de los hombres.
El primer libro de los Reyes, en su capítulo uno, cuenta la historia del rey David en su extrema vejez. Pasaba frío. Sus consejeros decidieron que le llevaran una mujer joven para que lo calentara. Buscaron por toda la tierra de Israel y hallaron a una joven hermosa que la Biblia llama Abisag Sunamita.
En el Cantar de los Cantares el novio pastor dice a su amada: “Vuélvete, vuélvete, oh sulamita”.
Ni la sulamita de cantares ni la sunamita que calentaba al rey David tienen nada que ver con la mujer de esta historia. Se la llama Sunamita porque era de Sunem, pequeño pueblo en la falda del segundo monte Hermón. (2º de Reyes 4: 8 y 12). Tal vez de aquí, de Sunem, fuera también la otra sunamita, la joven que calentaba el cuerpo frío de David.
Cuando Elías cae en una profunda depresión a causa de la amenaza de Jezabel, Jehová le ordena que se levante, qué hacía en la cueva un hombre tan importante como él. Le tenía reservadas importantes misiones, una de ellas ungir a Eliseo para que le sustituyera como profeta de Israel. Eliseo se convierte en su servidor, pero pronto supera al maestro. Realiza grandes milagros. Purifica las aguas de Jericó. Provee de aceite a una viuda generosa. Resucita muertos. Hiere con ceguera temporal al ejército de los sirios. Cura la lepra de Nahamán, general del ejército de Siria. Erradica el culto a Baal. Está considerado como el más grande de los profetas bíblicos.
Recorriendo la Palestina en su misión espiritual solía pasar por Sunem, de cuya ciudad ya he hablado en otras letras. Allí vivía un matrimonio notable. La Biblia habla de ella como “Una mujer importante”, conocida por sus sentimientos religiosos. Tenía a Eliseo en gran estima y con frecuencia lo invitaba a su mesa. Un día dijo al marido: “Yo entiendo que éste que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios. Te ruego que hagamos un pequeño aposento de paredes, y pongamos allí cama, mesa, silla y candelero para que cuando él viniere a nosotros se quede en el. Y aconteció que un día vino él por allí, y se quedó en aquel aposento, y allí durmió”.
Eliseo tenía un criado llamado Giezi. Hombre agradecido, le pidió que hablara con la señora y le preguntara qué podía hacer por ella.
Giezi era un criado a lo tradicional, siempre con ojos abiertos, conocedor de todo lo que atañe a su señor. No tuvo necesidad de preguntar a la buena mujer. Sabía lo que más le faltaba. Así se lo dijo al profeta: “Ella no tiene hijos y su marido es viejo”. Eliseo manda llamar a la mujer y le da esta noticia: “El año que viene, por este tiempo, abrazarás un hijo”.
Se cumplió la palabra del profeta. ¿Justo un año después? ¿Dónde estuvo el milagro en ella o en el marido viejo?
La Sunamita tuvo el hijo que deseaba y el niño creció.
Un día que estaba con el padre en el campo, viendo faenar a los segadores, gritó: “¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!”. Es posible que el chico fuera herido por los fuertes rayos del sol.
“El padre dijo a un criado: llévalo a su madre”.
¿No actuó como un padre irresponsable? ¿No debió haberlo tomado él en sus brazos y haber buscado el médico más a mano?
No es la carne y la sangre lo que identifica al padre, sino el amor y el cuidado que sienta por el hijo. No merece el nombre de padre quien demuestra más cuidado por la siega del campo que por el dolor del hijo.
El criado tomó al niño y lo llevó a la madre. Ella lo tuvo sentado en sus rodillas y en cuestión de horas el niño murió. Lo alzó en sus brazos y lo puso en la cama donde solía dormir Eliseo. A continuación, envío un mensaje al marido: mándame algún criado de confianza y un asna, quiero llevar el niño al varón de Dios. El viejo bruto y sin entrañas reacciona como lo haría un marido celoso: ¿Para qué vas a verle hoy? Ella respondió simplemente “paz”. No era momento para discusiones. La mujer, madre dolorida, no quería pleitear con el marido en aquel trance. Dejó al niño muerto en la cama que solía ocupar Eliseo. Hizo enalbardar un asna, llamó a uno de sus criados y le dijo: “Anda y no me hagas detener en el camino, sino cuando yo te lo dijere”.
Desde Sunem a la gruta donde vivía Eliseo había seis o siete horas de camino. Cuando estuvo en presencia del profeta se arrodilló a sus pies. El criado, Giezi, quiso apartarla. Eliseo lo impidió: “Déjala, porque su alma está en amargura, y Jehová me ha encubierto el motivo”. La desolada mujer expuso su queja al profeta: “¿Pedí yo hijo a mi Señor?”. Dijo Eliseo al criado: Corre a la casa dónde está el niño muerto. No te detengas por el camino. No hables con nadie. Esto no conformó a la Sunamita. Quería la presencia de él junto al niño muerto. Aceptó el profeta y ambos se pusieron en camino. Giezi salió al encuentro. Tal como fue mandado, había puesto el báculo sobre el rostro del niño, pero seguía muerto. Entró Eliseo al cuarto donde estaba el niño. Se encerró solo. Se tendió sobre él, puso su boca en la boca del pequeño, lo miro fijamente a los ojos. El cuerpo empezaba a entrar en calor. Se levantó. Dio unos pasos por la habitación, se tendió de nuevo sobre el cuerpo del niño, quien estornudó siete veces y abrió los ojos. El muerto volvió a la vida. Eliseo dijo al criado que hiciera entrar a la madre. Le entregó al niño al tiempo que le decía: “toma tu hijo. Ella se inclinó a tierra; después tomó a su hijo y salió”.
No termina aquí la historia. Se ignora el tiempo que transcurrió entre la resurrección del niño y la aparición de una grave epidemia de hambre en el pueblo de Israel. Eliseo profetizó que el hambre duraría siete años. Parece ser que el profeta continuaba en contacto con la mujer. La aconsejó que emigrara a Filistía, país de cereales a lo largo de la costa meridional de Jafa. Así lo hizo, obedeció al profeta. En ese intervalo debió morir el marido.
Después de siete años la Sunamita regresó a Sunem. Encontró su casa y sus posesiones invadidas por poderosos usurpadores. Acudió al rey en un momento en el que el criado de Eliseo, Giezi, estaba informando al soberano de los milagros y maravillas que hizo Eliseo. En esto estaban cuando llegó la mujer con su hijo. Giezi la presentó al soberano: “Rey, señor mío, esta es la mujer, y este es su hijo, al cual Eliseo hizo vivir. Entonces el rey ordenó a un oficial, al cual dijo: hazle devolver todas las cosas que eran suyas, y todos los frutos de sus tierras desde el día que dejó el país hasta ahora”.
Un nuevo milagro de Eliseo.
Un éxito más de la Sunamita. Mujer de fe. Mujer generosa. Mujer activa, inteligente. Mujer de esas que saben ir por delante de los hombres. Mujer que nunca se cansaba de ser madre, con el hijo apretado entre sus brazos, arropado fuertemente contra su corazón.
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