¿Es Jesús Dueño, es Rey, es Señor de mi trabajo? ¿Y cómo se aplica eso a la forma en que trabajo?
Hacía calor, mucho calor, ese calor pesado y húmedo del trópico en la bahía de Samaná, al norte de la República Dominicana. Acababa de aparcar cerca del banco el coche alquilado, preocupado por si me lo podrían rayar o abrir, agobiado por la fila que me esperaba, esa hilera inmensa –sobre todo inmensamente lenta– del banco, preocupado por cómo pagar esto y aquello, de qué cuenta sacar y en qué cuenta meter dólares o pesos y que no quedase ninguna en descubierto.
Al cruzar la calle escuché una música; bueno, en la República Dominicana se escuchan cincuenta canciones al mismo tiempo, todas compitiendo por perforar nuestros oídos hasta el hipotálamo, pero aquella sonaba suave y al mismo tiempo poderosa, imponiéndose educadamente sobre las demás al reverberar una melodía que no escuchaba desde hacía años.
La cantaba una mujer mientras barría. Barría delante de su negocio, cuatro latas con un tejado; en realidad era un carrito allí plantado en la acera, con dos sillas de plástico a la entrada para la clientela. No sabría decir en qué consistía el negocio, porque allí asomaban unas poquitas telas, muñequitas, collares, perfumes y otra variada mercancía en un espacio mínimo.
Estaba preguntándome quién comprará esas cosas y cómo se puede vivir y comer de un carrito así, cuando me vi iluminado por la alegría con la que la señora cantaba, cantaba y barría manteniendo con el mismo ritmo la música y los vaivenes de la escoba a punto de bailar. Era un himno que me transportó muchos años atrás, cuando tenía menos complicados agobios:
¿Cómo podré estar triste,
cómo entre sombras ir,
cómo sentirme solo,
y en el dolor vivir,
si Cristo es mi consuelo,
mi amigo siempre fiel,
si aun las aves tienen
seguro asilo en Él,
si aun las aves tienen
seguro asilo en Él?
Miré para la mujer, miré para su humilde tienda y descubrí su riqueza, el tesoro de su confianza acogido en la provisión del Señor. Todos mis agobios por números, transferencias, pagos y saldos se me vinieron al suelo con mucha vergüenza y admiré con todo respeto a aquella señora.
Leí entonces el cartel anunciador de su negocio pintado en un lateral: “Dueño Rey Señor de este negocio Jesús de Nazaret”. Y el cartel me rebotó con contundencia una pregunta: ¿Es Jesús Dueño, es Rey, es Señor de mi trabajo? ¿Y cómo se aplica eso a la forma en que trabajo? ¿Y es Dueño, Rey y Señor de mis finanzas? ¿Y cómo lo aplico?
Volví a mirar con admiración a mi hermana y reparé de nuevo en que mientras cantaba barría. Aquella calle no era una gran vía y nadie se aplicaba mucho a adecentarla, pero ella no se dejaba ir con la actitud de los demás y, con dedicación calvinista, se ocupaba de mantener limpia su tiendecita. No se había conformado con esto: estaba dejando pulcro su trozo de acera y el borde del propio asfalto; no eran su responsabilidad, nadie se lo podía exigir, pero ella limpiaba con esmero lo suyo y su entorno.
¿Cómo llevamos nuestro negocio, nuestra profesión? ¿Se diferencia de los demás? ¿En qué? ¿Y nos conformamos con cumplir con nuestra responsabilidad o impregnamos de excelencia también nuestro entorno?
La hermana siguió cantando y barriendo con gozo. Y cuando llegó al coro me incorporé para cantar con ella:
Feliz, cantando alegre,
yo vivo siempre aquí.
Si Él cuida de las aves,
cuidará también de mí
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