¿Qué pasaría si todos nos diéramos cuenta de que lo más importante en la vida es ser nosotros mismos, y no tanto llegar a ser el número uno en algo?
Es imposible que deje de hacerlo: cada vez que escribo tengo que contar alguna historia de mis hijas. Esta vez es el turno de Kenia, la segunda, que cuando tenía poco más de diez años me soltó una frase lapidaria en medio de una conversación: “Papá, el número uno es un número triste, siempre está solo. Siempre está arriba de todos sin que nadie le acompañe”. Tengo que reconocer que no tuve ni que anotar la frase, porque literalmente ¡no podía sacármela de mi mente! ¿qué pasaría si todas las personas pensáramos así, si todos nos diéramos cuenta de que lo más importante en la vida es ser nosotros mismos, y no tanto llegar a ser el número uno en algo?
Vivimos en una sociedad que adora a los triunfadores de tal manera que todos somos capaces de hacer cualquier cosa para llegar a lo más alto. Todos pasan por encima de las circunstancias y de los demás también (si hace falta) para ser los primeros. No importa si en el camino se pierden relaciones, amistades e incluso familia. Cualquier cosa es válida con tal de tener más poder y/o más dinero. Todo vale si llegamos a ser los mejores.
Hace algunos años un hombre tenía que pronunciar una conferencia en una ciudad distante, así que tomó el avión pensando que llegaría con tiempo suficiente para la cita. El problema fue que su viaje sufrió un retraso y, por si fuera poco, sus maletas quedaron en uno de los aeropuertos de tránsito. Cuando llegó a la ciudad de destino, tenía sólo una hora de margen para comenzar la conferencia, así que el amigo que vino a buscarle le comentó que la única posibilidad de tener un traje más o menos nuevo era parar en un establecimiento de un amigo suyo que quedaba de camino, para que le prestaran uno. A él le pareció bien, pero cuando llegaron al lugar casi se le cae el alma a los pies: era una empresa de pompas fúnebres y el traje que le prestaron era uno de los que se le pondría a alguien fallecido.
“No tenemos tiempo para ir a ningún otro sitio”, le dijo su amigo. “Y de todas maneras, no creo que el que va a poner el traje mañana se vaya a enfadar”; añadió con un sentido del humor ciertamente “fúnebre”.
Cuando llegaron al local donde tendría lugar la conferencia nuestro hombre se sintió bien a pesar de todo: Había llegado tarde, le habían perdido sus maletas y tenía un traje de una funeraria, pero al menos estaba en el sitio donde tenía que estar, con tiempo suficiente para dar su conferencia. Tomó sus apuntes y los intentó guardar en uno de los bolsillos del traje, pero por más que buscó no encontró ninguno. En ese momento, de una manera totalmente inesperada, aprendió una de las lecciones más importantes en su vida: los muertos no necesitan bolsillos. Cuando entierran a alguien no puede llevarse nada consigo.
Lo que dejamos aquí cuando ese día llegue son las consecuencias de nuestros actos, lo que llevamos a la eternidad es lo que somos. Deberíamos preocuparnos mucho más por lo que somos que por lo que hacemos o tenemos. El mayor desafío de nuestra vida no es llegar a la cima, sino llegar a ser nosotros mismos, tal como Dios nos creó: no tenemos que vivir siendo una copia de nadie.
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