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Ana, mujer de oración

Ana respetó el voto hecho a Dios. Cumplió su promesa.

ENFOQUE AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 04 DE MARZO DE 2020 10:00 h
Ana dedicando a Samuel, un cuadro de Jan Victors. / Wikimedia Commons

Un elogio hebreo dice que Dios no podía materialmente estar en todas partes al mismo tiempo; por eso tuvo que crear la madre. Incluso Jesús, Verbo encarnado, tuvo madre. Se ha dicho que la mayor parte de los hombres ilustres fueron influidos por sus madres. En una de las biografías de Abraham Lincoln, el libertador de esclavos, figuran estas palabras: “Todo lo que soy lo debo a mi madre”. 



La misma cosa pudo haber dicho Samuel. Eran tiempos de poligamia en Israel. Un hombre que habitaba en la serranía de Efraín, Elcana, de quien algunos intérpretes de la Biblia afirman que era levita, tenía dos mujeres, una llamada Ana y otra Penina. Ana era la esposa de primer orden, Penina de segundo orden, pero con una gran diferencia entre ellas. Ana era una mujer piadosa, como Sara, Penina era insolente, como Agar. Otra diferencia entre ambas: Ana era estéril, Penina fecunda. Una vez al año Elcana, Ana, Penina y los hijos de ésta se trasladaban a Silo, 30 kilómetros al este de Jerusalén. Allí estaba el tabernáculo de Jehová, llevado por Josué. Tres importantes acontecimientos religiosos tenían lugar cada año en Silo: Fiesta de la Pascua, fiesta de Pentecostés y fiesta de los Tabernáculos. Durante la fiesta de la pascua se ofrecían sacrificios, generalmente corderos. La sangre de la víctima era derramada al pie del altar. La carne se distribuía entre los sacerdotes y la familia que presentaba el sacrificio. A Elcana correspondía una parte importante. Daba a Penina y a los hijos, pero “a Ana daba una parte escogida, porque amaba a Ana, aunque Jehová no le había concedido tener hijos” (1º de Samuel 1:5-6). Así, año tras año. Dice el texto bíblico que en cada fiesta Penina “irritaba” a Ana, enojándola, burlándose de su esterilidad. Ana lloraba y no comía. Demostrando su desconocimiento del corazón femenino Elcana procuraba consolarla con estas palabras: “¿Por qué lloras? ¿No te soy yo mejor que diez hijos?”. En absoluto. Para nada. Entre el marido y el hijo hay una distancia como la que en teoría existe entre el cielo y la tierra. Una madre se ama a sí misma en el hijo y ama al hijo por encima de otros amores, incluido el que pueda tener al marido. Maurice Maeterlinck, escritor belga en lengua francesa dijo que una madre llegaría a mecer hasta la propia muerte, si fuera a dormir en sus rodillas, lo que no haría con el marido aunque pudiera.



Encargado del Tabernáculo en Silo estaba un sacerdote llamado Elí. Fue también juez activo. Hombre bueno con hijos malos. Un día que Elí se encontraba sentado junto al pilar del templo, en Silo, llegó Ana y con amargura de alma oró a Jehová, llorando abundantemente. El llanto es un desahogo natural y a veces irresistible. Cuando el alma no puede ocultar el cruel dolor que la atormenta los ojos se inundan de lágrimas. Ana hizo un voto a Jehová. Si le concedía un hijo varón lo dedicaría desde niño a su servicio. Muchas más cosas le pediría, porque dice la Biblia que oró largamente, sin palabras, con el simple movimiento de los labios. Todo aquello pareció inusual a Elí y le preguntó si estaba borracha. Reprendió a la mujer. Los ministros del culto, de todos los cultos, deberían ser compasivos, no errar ante el dolor ajeno, ser capaces de ver la angustia en los corazones de sus feligreses y tener siempre para ellos una palabra de aliento y una mano abierta. Muchos Elis ocupan los púlpitos indebidamente.



Cuando Ana le explica su situación, a favor del viejo sacerdote cuentan sus palabras de consuelo. Dijo a la atribulada mujer: “Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho” (1º de Samuel 1:17).



Salió Ana confortada con el tiempo pasado en oración y las buenas palabras de Elí. La bondad cambia los sentimientos. De acusador injusto pasó a pastor de alma, deseando el bien a la oveja, encaminándola con amor y deseándole que tuviera lugar lo que tanto anhelaba.



Y nació el hijo. Un varón, como ella quería. “Le puso por nombre Samuel, diciendo: Por cuanto lo pedí a Jehová”.



Ana respetó el voto hecho a Dios. Cumplió su promesa. Regresó a Silo, dijo a Eli: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva será de Jehová” (1º de Samuel 1:27-28).



Cuando Ana volvió de nuevo a Silo no fue con las manos vacías. Llevó a Elí un efa de harina, una vasija de vino y tres becerros. Uno de los becerros fue sacrificado el día que Samuel fue presentado a Jehová. Después, Elcana y Ana subían cada año a Silo. La madre llevaba al hijo preciosas túnicas de colores.



El historiador hebreo del primer siglo Favio Josefo dice en Antigüedades judaicas que el niño Samuel tenía doce años cuando Jehová lo llamó a su servicio en visión nocturna. Y llegó el momento en el que todo Israel reconoció a Samuel como un gran profeta. Gobernó al pueblo judío durante veinte años en calidad de juez. El pueblo acudía a él y confiaba en su intercesión. Propagó las glorias de Jehová y promovió la religión austera en su culto. Aún en contra de su voluntad instauró la monarquía en Israel, ungiendo al rey Saúl.



Cuando Ana dejó al hijo como monaguillo del sacerdote Elí en Silo, se dedicó a escribir. Transportada de agradecimiento y de júbilo, inspirada por el espíritu profético, compuso un cántico que pudo haber servido como inspiración al que pronunciaron los labios de la virgen María, recogido por el evangelista Lucas en el primer capítulo de su Evangelio. El de Ana es más largo, ocupa diez versículos en el segundo capítulo del primer libro de Samuel.



Dice la primera estrofa:



“Mi corazón se regocija en Jehová,



Mi poder se exalta en Jehová;



Mi boca se ensanchó sobre mis enemigos,



Por cuanto me alegré en tu salvación” (1º de Samuel 2:1).



Concluye Ana:



¿Jehová juzgará los confines de la tierra,



Y dará poder a su Rey y exaltará el poderío de su ungido?



¿Referencia a Cristo el Mesías?



Habría más hijos como Samuel si hubiera más madres como Ana, educando al hijo en la presencia de Dios y encomendándolo a sus designios.


 

 


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