Pertenecía a esa clase de evangélicos que son reconocidos por su excelencia en la actividad laboral, por esa ética calvinista del trabajo que predica más elocuentemente que cualquier sermón.
José Caride, nuestro hermano mayor José, acaba de completar sus primeros pasos. Esta tarde se encontró cara a cara con el Señor y a estas horas estará volviendo a charlar con sus padres; recuerdo a su padre D. Pegerto como un hombre de una pieza: era el mismo en la iglesia y en el trabajo; me contaba que cuando su empresa no tenía liquidez, pedía préstamos al interés que fuese porque no podía dejar a sus empleados sin nómina.
Su hijo José heredó esa integridad, esa continuidad intachable sin separación entre la ética para la iglesia y la ética en el trabajo. Con frecuencia me hago una pregunta ante predicaciones que escucho: ¿Cómo concuerda ese sermón del domingo con lo que el mismo predicador hace el lunes en el trabajo? Pues José Caride habría superado la prueba sin dificultad; él pertenecía a esa clase de evangélicos que son reconocidos por su excelencia en la actividad laboral, por esa ética calvinista del trabajo que predica más elocuentemente que cualquier sermón. Es la misma excelencia que enseñó y practican sus hijos Juan Carlos y Andrés.
Como buen protestante, en su importante labor empresarial no puso su mirada en las apariencias, creo que nunca pretendió acumular méritos para ganar nada a cambio; me parece que nunca le preocupó mucho quedar bien con nadie, porque su referencia no estaba en el aplauso de los demás, sino en la fidelidad a su Señor.
[destacate]Su referencia no estaba en el aplauso de los demás, sino en la fidelidad a su Señor[/destacate]Cuando le conocí creo que él pensaba que yo era un poco libertario y yo pensaba que él era una persona rígida; pero al irle viendo y escuchando, al observar su intachable coherencia, fue creciendo en mí un profundo respeto por él y pasé a integrarlo con convicción en la no muy larga lista de personas a las que les reconozco algo difícil de conquistar: autoridad moral.
Siempre entendió que estaba para ayudar y todos esperaban de él que ayudase; muy poca gente se preguntaba si José Caride necesitaba ayuda; me parece que esta generosidad le dejó (más allá de su intimidad familiar) un poco solo, con la soledad de los que están para soportar y sostener, la de aquellos que los demás ven tan fuerte que ni se imaginan que tiene debilidades. Creo que en su talante mantenía algún rasgo de puritanismo, ese movimiento tan poderoso y enriquecedor, pero que no ayudaba a manifestar emociones; mi abuela María lo desarmaba cuando lo saludaba en el hall de la iglesia con dos sonoros besos.
Nuestros tres hijos tienen la Biblia que José dedicó a cada chico de la iglesia y cuando veo esas Biblias me emociona recordar que él sabía que era su mejor regalo para la vida. Oro por su esposa Betty, esa mujer menuda pero grande, elegante y entrañable a la que yo señalaba cuando hablaba con José: “En nuestra denominación no tenemos mujeres en el consejo de ancianos, pero tu mujer es la mejor pastora que hay en esta iglesia”.
Me duele que se haya ido por un tiempo, con toda emoción doy gracias a Dios por él y pido al Señor que nos ayude a quienes le conocimos a seguir las huellas de su integridad en la iglesia y en el trabajo, su honestidad, su generosidad, su desapego a toda laudatoria humana, su libertad. Todo esto lo podrá seguir cultivando en esta otra parte de su vida que ahora empieza, la más interesante: “las primeras cosas pasaron” (Apo 21.4).
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