Es ejemplo de lo que una mujer debe evitar.
Era Sorec, en aquellos tiempos, un valle ancho que se extendía entre Jerusalén y el Mediterráneo. Por este valle pasaba el camino real entre el territorio de los filisteos y la tribu de Judá. Allí vivía una bella y hermosa mujer llamada Dalila, de costumbres más que sospechosas, según casi todos los autores que han interpretado las Escrituras.
No muy lejos de allí tenía su domicilio un valiente, atractivo y alocado joven llamado Sansón, cuya singular historia nos la cuenta la Biblia. El padre se llamaba Manoa. El nombre de la madre no consta en la Biblia, se señala que era estéril. Un día esta mujer llega a casa con una gran noticia. Dice al esposo que un ángel le había aparecido y anunciado que concebiría y daría a luz un hijo.
Así fue, en efecto. La mujer dio a luz un hijo, al que impusieron por nombre Sansón. Fue nazareo, según confesión propia, desde el vientre de la madre. Nunca le habían cortado el cabello. Según establece el libro de los Números por la cabeza del nazareo no podía pasar navaja (6:5). En su juventud Sansón fue un poco alocado, de espíritu infantil y algo mujeriego. Con todo, fue uno de los jueces de Israel y gobernó el país durante veinte años.
La protagonista de este trabajo es Dalila, no Sansón. Pero tan vinculada está la vida de Sansón a la de Dalila que no puedo prescindir de hacer un recorrido por la vida de Sansón antes de su encuentro con la mujer que, como ocurría antes con los quintos en el cuartel, le rapó la cabeza.
Nuestro hombre se enamora -o eso creía- de una mujer filistea. Indudablemente contrariados los padres por no haber elegido por esposa a una mujer judía, ceden y asisten a la boda. En el camino de Zora, en la tribu de Dan, donde residían, hasta Rimnat, un pueblo en las montañas de Judá, tomado por los filisteos, donde vivía la novia, Sansón mató a un león joven dispuesto a atacarle.
En el banquete de boda Sansón estuvo acompañado por treinta jóvenes. Dispuesto a burlarse de ellos se regocijó en proponerles un acertijo, que no llegaban a descifrar. Presionado por la reciente esposa, que le ruega con lágrimas, le explica a ella la solución. Tan enamorado estaba de ella que pronto la olvidó. Después de un tiempo sin comunicación regresa a Timnat y pregunta por la mujer con la que había contraído matrimonio. El padre le dice que al abandonarla había contraído matrimonio con otro. Agrega la Biblia que con afán de venganza “fue y cazó trescientas zorras, y tomó teas, y juntó cola con cola, y puso una tea entre las dos colas. Después, encendiendo las teas, soltó las zorras en los sembrados de los filisteos y quemó las mieses amontonadas y en pie, viñas y olivares” (Jueces 15:4-5).
No pregunten. Yo no tengo las respuestas. Dónde encontró trescientas zorras, cómo pudo manipularlas él solo de la manera que lo dice el texto inspirado, cómo pudo soltarlas con los rabos encendidos.
Los filisteos lograron prenderlo, le ataron las manos con cuerdas nuevas, logró desprenderse y con una quijada de asno mató a mil filisteos.
En otra ocasión llega a Gaza y duerme con una ramera. Pero sólo hasta la mitad de la noche. Sabiendo que los filisteos acechaban la casa y procuraban matarle “a media noche se levantó y tomando las puertas de la ciudad con sus dos pilares y su cerrojo, se los echó al hombro, y se fue y las subió a la cumbre del monte que está delante de Hebrón” (Jueces 16:3).
Aquí entra Dalila.
Sansón pasea por el valle de Sorec, ya descrito al principio de estas letras. Allí conoce a una mujer llamada Dalila, tan hermosa como perversa. Sansón se enamora de ella, o eso cree. El amor es un cocodrilo en el río del deseo. El amor es aquello que, a los que están libres, reduce a la esclavitud aunque no siempre.
Asombrados los filisteos por la fuerza descomunal de Sansón al cargar sobre sus hombros las puertas que guardaban la ciudad de Gaza, quieren conocer el origen de esa fuerza. Pero ¿a quién preguntar? ¿A él? ¿A sus conocidos? ¿A la ramera que visitó? Imposible. Descartados todos. Alguien apunta a que está Dalila, la mujer con la que vive. Dalila era filistea, igual que ellos. Podría prestarse a la averiguación a cambio de dinero, mil siclos de plata.
Cuatro veces Dalila, zalamera e inicua, interroga a Sansón sobre el origen de su fuerza. Las dos primeras no logra la verdad, pero a la tercera llegó la vencida. Contra este tipo de mujer escribió el poeta nicaragüense Rubén Darío:
¡Las mujeres!
¡Oh, magníficos seres,
que no son otra cosa
que un rebaño de lindos luciferes!
Al generalizar atropellamos la realidad. Pero en el caso de Dalila, desde luego, actuó inspirada por lucifer.
Llega el primer asalto a la fortaleza. “Dalila dijo a Sansón: Yo te ruego que me declares en qué consiste tu gran fuerza y cómo podrás ser atado para ser dominado”.
Responde el ingenuo y confiado Sansón: “Si me ataren con mimbres verdes que aún no estén enjutos, entonces me debilitaré y seré como cualquiera de los hombres” (Jueces 16:6-7).
Dalila lo ató. En mi mente no cabe el hecho de que él se dejara atar por ella. Pero así ocurrió. Cuando los filisteos, avisados por Dalila, quisieron apresarlo, Sansón rompió los mimbres.
Llega el segundo asalto. La pérfida filistea, quien tenía bien arraigado el don de la hipocresía, no se da por vencida. “Dijo a Sansón: “He aquí tu me has engañado, y me has dicho mentiras; descúbreme pues ahora, te ruego, cómo podrás ser atado”.
Tampoco es normal que un gobernante de Israel siguiera el juego como un niño travieso. Lo hace. Responde a Dalila: “Si me ataren fuertemente con cuerdas nuevas que no se hayan usado, yo me debilitaré y seré como cualquiera de los hombres” (Jueces 16:10-11). El muy tonto se deja atar de nuevo. Y luego rompió las cuerdas como si fueran de hilo.
¿Desistió Dalila? En absoluto. La mujer puede ser una diosa o una loba. Dalila era loba. Además, había mucho dinero sobre el tapete del trato. Un tercer asalto. Dalila se queja de los engaños de él, quien sigue el juego y le dice: “Si tejieres siete guedejas de mi cabeza con la tela y las asegurases con una estaca” me debilitaré. Tampoco. Cuando los filisteos quisieron prenderle “arrancó la estaca del telar con la tela” (Jueces 16:13-14).
¿Termina aquí la historia? No. La ambición de una mujer vence dificultades como castillos. “Presionándole ella cada día con palabras e importunándole, su alma fue reducida a mortal angustia” (Jueces 16:16).
Cómo sería esa presión. Un martilleo diario. Un acoso constante. Una gota diaria de veneno vertido en el cerebro del hombre. Un sinvivir. Hasta que el héroe claudica y confiesa: “Nunca a mi cabeza llegó navaja, porque soy nazareo de Dios desde el vientre de mi madre. Si fuese rapado, mi fuerza se apartará de mí, y me debilitaré, y seré como todos los hombres” (Jueces 16:17).
Dalila intuye que esta vez ha dicho la verdad. Su negro corazón salta de alegría. Lo besa con besos de espinos, lo mima, lo hace dormir sobre sus rodillas, un hombre le corta todo el pelo “y su fuerza se apartó de él”. Llegan los príncipes con el dinero y Dalila les entrega a Sansón. “Los filisteos le echaron mano, le sacaron los ojos y le llevaron a Gaza; le ataron con cadenas para que moliese en la cárcel” (Josué 16:21).
Pero “el cabello de su cabeza comenzó a crecer”.
Un día los filisteos organizan una gran fiesta a la que asistieron tres mil personas. Hartos de vino piden que lleven a Sansón para burlarse de él. Sansón pide al joven que le guiaba que lo acercara a las columnas del templo donde tenía lugar la fiesta. El pelo le había crecido. Sansón clama a Jehová. Le pide que le devuelva la fuerza una última vez. Jehová le complace. Se agarra a las columnas. Grita: “Muera yo con los filisteos”. El templo se derrumba y muriendo él mata a más de los que había matado en vida.
Murió por el engaño y las maquinaciones de una mujer. Ella arruinó su brillante carrera de juez.
Dalila es ejemplo de lo que una mujer debe evitar. Traidora, infiel, deslumbrada por el dinero, abyecta, vil, ambiciosa, sin amor, sin escrúpulos, mala, hipócrita, inmoral… y mucho más.
¿Qué fue de Dalila? Comentaristas del Antiguo Testamento mantienen que ella estaba en la gran fiesta y murió también. Ni la muerte perdonó a tanta ignominia de mujer.
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