La historia de Rebeca ha inspirado a ensayistas, dramaturgos y pintores de todos los tiempos.
Pocos capítulos del Génesis contienen tanta belleza y poesía como el 24. El encuentro entre Eliezer, criado de Abraham, y Rebeca ofrece imágenes de un mundo desaparecido que despiertan los más delicados sentimientos.
La historia de Rebeca ha inspirado a ensayistas, dramaturgos y pintores de todos los tiempos. El gran pintor francés del siglo XVII, Nicolás Poussin, llevó al lienzo los adornos, la geografía y la gracia de las figuras. Todo es admirable en este bellísimo cuadro.
Abraham sabía por experiencia que no quería para su hijo Isaac que en la elección de esposa, como en un plan de guerra, errar una vez puede significar perderse para siempre. Para la Iglesia católica el matrimonio es uno de los siete sacramentos, pero si ella o él eligen equivocadamente puede convertirse en los siete pecados capitales.
No quería el patriarca que su hijo Isaac corriera este riesgo.
Abraham vivía entonces en Hebrón, ciudad predilecta de los patriarcas y del rey David, en tierras de Canaán. Era ya viejo, 137 años. Preocupado por la felicidad de Isaac y por la herencia patriarcal decide buscarle esposa. En Canaán, donde residía, abundaban las mujeres bellas, muchachas casaderas que habrían dicho de inmediato sí a un posible matrimonio con Isaac. Pero Abraham no quería que su hijo viviera la experiencia que años más tarde sufriría Moisés, quien vio su matrimonio roto con Séfora a causa de las diferencias religiosas entre ambos.
Había muchachas casaderas en Canaán, cierto, pero para Abraham eran miembros de una raza extraña, adoradores de otros dioses que no eran Jehová.
Las caravanas que bajaban por Canaán hacia Egipto debían traerle, de vez en cuando, noticias de sus parientes lejanos. Hay algunas anomalías en los textos que tratan de estos parientes; sin duda se debe a retoques redaccionales. En el versículo 48 del capítulo 24 del Génesis, Rebeca aparece como hija de Nacor, hermano de Abraham, en tanto que en el 24 se dice que era hija de Betuel, hijo de Nacor. Nada importante.
Decidido a poner en marcha su proyecto llama al principal de sus criados, Eliezer, y le encomienda una misión grave: ir a la tierra donde habitaba su familia y elegir allí una esposa para Isaac. Para dar a entender a Eliezer la importancia del asunto le pide juramento de que cumplirá su misión. “Entonces el criado puso su mano debajo del muslo de su señor y le juró sobre este negocio” (vrs. 9).
El rito del juramento es algo extraño. El criado debía poner su mano bajo el muslo, eufemismo para designar los órganos sexuales, considerados por los hebreos de entonces como algo sagrado al ser considerados transmisores de la vida.
El fiel servidor se pone en marcha. Era costumbre que el novio entregara una dote a la novia. Pero la que lleva Eliezer por encargo de su señor parece excesiva: diez camellos cargados de riquezas, joyas y otros presentes. Esto da idea de lo materialmente rico que era Abraham.
Había doce jornadas cumplidas desde donde salió Eliezer hasta Harán, ciudad de Mesopotamia, en la Turquía Oriental de hoy. Allí vivió Abraham con su padre cuando ambos emigraron de Ur. El enviado hace descansar los camellos en las afueras de la ciudad, junto a un pozo de agua. Caía la tarde. Al poco llega Rebeca con un cántaro al hombro. En aquellos tiempos ni la hermosura, ni la delicadeza, ni la opulencia dispensaban a las jóvenes de los trabajos domésticos. Dice la Biblia que “la doncella era de aspecto muy hermoso, virgen, a la que varón no había conocido” (vrs. 16). Eliezer le pide agua del cántaro. Ella le da de beber. Luego saca agua del pozo para que también beban los camellos. Eliezer vive un sueño. Ya no tiene duda alguna. Aquella muchacha era la que Dios tenía destinada como esposa para Isaac. Cuenta: “Me incliné y adoré a Jehová, y bendije a Jehová Dios de mi señor Abraham, que me había guiado por camino de verdad para tomar la hija del hermano de mi señor para su hijo” (vrs. 48).
Según este texto Rebeca e Isaac serían primos.
El versículo anterior, el 47, dice que Eliezer puso a Rebeca “un pendiente en su nariz”.
¿Fue Rebeca la iniciadora de la generación hippy? Desde que accedemos al conocimiento en los primeros años de la vida estamos acostumbrados a ver a nuestras madres y hermanas lucir pendientes en las orejas. En estos tiempos los lucen también en las narices. Igualmente ciertos hombres. En algunos círculos esto está considerado como una exhibición antiestética. Pero el precedente está en la Biblia. Isaías 3:21 habla de “los anillos y los joyeles de las narices”.
Tal como estaba previsto desde las alturas celestiales, la historia acaba en boda. Después de un contrato verbal entre los familiares de ésta y Eliezer, habiendo aceptado encantada Rebeca, la comitiva regresa al lugar de donde partió. Eliezer cuenta a Isaac todo lo vivido en casa de sus parientes. Isaac vive una fiesta de alegría en su corazón. En el último versículo de este capítulo 24 de Génesis leemos: “Y la trajo Isaac a la tienda de su madre Sara y tomó a Rebeca por mujer, y la amó”.
Isaac amó apasionadamente a Rebeca. Fue el único de los patriarcas al que no se atribuyen concubinas ni otras esposas. El amor de Isaac era una unión espiritual del alma, un amor que llenaba el corazón de Rebeca por su propia naturaleza.
En el capítulo 26 de Génesis se nos presenta a Rebeca viviendo una situación parecida a la de Sara.
La tierra de Isaac padece una grave y prolongada epidemia de hambre. Isaac y Rebeca la abandonan y se dirigen a Gerar, tierra de filisteos.
“Los hombres de aquel lugar le preguntaron acerca de su mujer, y él respondió: es mi hermana; porque tuvo miedo de decir: es mi mujer; pensando que tal vez los hombres del lugar le matarían por causa de Rebeca, pues ella era de hermoso aspecto” (26:7).
¡Vaya con aquellos hombres, egipcios y filisteos! En Egipto Abraham temía que lo mataran para poseer a Sara. Aquí Isaac experimenta el mismo miedo por idénticas razones. ¿Qué les pasaba? ¿Había que matar a un hombre para quitarle la esposa? Repito la frase de Pío Baroja citada en otro artículo mío: “el hombre un milímetro por encima del mono, cuando no un centímetro por debajo del cerdo”. Aquellos lo eran. O lo parecían.
Isaac y Rebeca fueron instalados en una gran mansión cerca del palacio real.
Una mañana el rey Abimelec, mirando hacia la casa que habitaba el matrimonio, vio a través de una ventana a Isaac acariciando a Rebeca. La mentira fue descubierta. De inmediato mandó llamar a Isaac y le dijo: “¿Por qué nos has hecho esto? Por poco hubiera dormido alguno del pueblo con tu mujer, y hubieras traído sobre nosotros pecado” (vrs. 10).
El comportamiento de Isaac resulta incomprensible. Sin duda estaría enterado del incidente vivido por sus padres en Egipto y que él repetía ahora.
Dicen que el miedo es libre. A la vez es el más injusto, ignorante y cruel de todos los sentimientos.
El consejo de Pablo, “no hagas nada inclinándote a una parte”, es atribuible también a las madres. La maternidad, se dice, es la razón de ser de la mujer. Una madre con varios hijos está llamada a quererlos a todos por igual, un mismo lugar en el corazón para cada uno de ellos.
Rebeca tuvo dos hijos: Esaú y Jacob. Falló en sus sentimientos. Tenía preferencia manifiesta por Jacob. Este fue el punto negro de aquella hermosa hebrea.
Siendo viejo y ciego, Isaac llama a Esaú. Le pide que vaya de caza al monte y le prepare un guiso de carne. Después de comer le daría su bendición. Esta bendición significaba la herencia material y la transmisión patriarcal. Rebeca escucha oculta la conversación. Se la cuenta a Jacob y le pide que puesto que el padre era ciego, suplante a Esaú. Ella se encargaría de vestirlo con las pieles de su hermano velloso. Jacob acepta el engaño. Acude al cuarto de su padre con el guiso que la madre le había preparado y le dice que coma. Isaac se extraña de que tan pronto hubiera vuelto de caza, pero sigue adelante pensando que quien tenía ante él era Esaú. Y le da su bendición: “Sírvante pueblos y naciones se inclinen a ti; se señor de tus hermanos y se inclinen ante ti los hijos de tu madre” (Génesis 27:29).
Esaú regresa del campo. Descubre el engaño. Llora, se enfurece, dice al viejo ciego: “Bendíceme también a mí, padre mío”.
Responde el padre: “Yo le bendije y será bendito”.
Con esta estratagema Rebeca rompe la línea patriarcal. En lugar de Abraham, Isaac y Jacob, hoy leeríamos Abraham, Isaac y Esaú.
¿Tendría o no tendría razón Shakespeare cuando escribió: “la madre, manjar de dioses, guisada a veces por el diablo?”.
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