¿Será que no es posible acabar con ese mal de una vez por todas y tengamos que conformarnos con esta trágica realidad de la violencia contra la mujer?
El día 16 del presente mes volvimos a conocer la noticia de un nuevo caso de violencia de género. Pero en este caso, triple: “Un hombre mata a tiros a su exmujer, su exsuegra y su excuñada en Pontevedra”. Así titulaba el diario El País un artículo refiriéndose a las últimas tres víctimas, por violencia de género/machista.
El año 2018 se cerró con 46 mujeres asesinadas por sus parejas. Pero faltan poco más de tres meses para que acabe 2019 y son ya 46 las mujeres muertas a manos de sus maridos o exparejas. Todo parece apuntar a que la lista de mujeres asesinadas a manos de hombres no se ha cerrado aun. O sea, que este año pareciera que no solo no hemos avanzado nada en relación con la lucha contra la violencia machista, sino que vamos retrocediendo en nuestro empeño.
¿Será que no es posible acabar con ese mal de una vez por todas y tengamos que conformarnos con esta trágica realidad? ¿Será que a pesar de nuestras presunciones sobre los avances en la tecnología, las ciencias de la educación, el reconocimiento de los derechos humanos, la democracia y la libertad, etc., al final descubrimos que hay “algo” en la raíz del ser humano que no es tan fácil de desarraigar?. A las pruebas nos remitimos. Qué duda cabe que todo lo mencionado anteriormente ha contribuido favorablemente al reconocimiento de los derechos de la mujer en igualdad con los hombres. Pero muy a menudo los derechos recogidos en la leyes, en la práctica son más para unos que para otras, y que las libertades son más para unos que para otras. Siempre ha sido así, se quiera reconocer o no; el poder ha estado siempre en manos de los más fuertes, los hombres. Es como un mal endémico que a menos que se desarraigue del corazón difícilmente podrá producir frutos mejores.
Quizás no es momento de entrar de lleno a considerar desde el punto de vista teológico el origen de ese mal arraigado en el corazón del hombre. Pero fue el Señor Jesús quien declaró que lo que contamina al ser humano es “lo que sale del corazón de los hombres; los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los robos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” [i].
El término griego que traduce “contaminan” es koinóo que significa: contaminar, inmundo, profanar. Este último término significa: “Tratar sin el debido respeto una cosa que se considera sagrada o digna de ser respetada”. Es interesante notar que cuando pensamos en el término “profanar” casi siempre lo relacionamos con lo religioso: Atentar contra las imágenes o templos religiosos, etc. Eso es así porque en la sociedad se ignora, o se ha llegado a olvidar, que las personas por encima de las cosas religiosas son sagradas por el hecho de haber sido creadas a imagen de Dios; hombres y mujeres por igual[ii] y todo atentado contra un ser humano es una profanación y una contaminación del propósito divino para cada uno de nosotros. De ahí que las relaciones humanas también sean profanadas y contaminadas cuando les robamos, les mentimos, los usamos, explotamos o manipulamos para provecho propio o de otros. Así el mal que tiene su origen en el corazón del ser humano, se propaga a toda la sociedad.
Y en todo este teatro de nuestra sociedad son protagonistas principales el hombre y la mujer creados por Dios en igualdad y compañerismo perfectos, para cumplir la comisión divina de gobernar y administrar la creación conjuntamente. Sin embargo, desde la caída en el pecado, aparte de otros males que atañen a todo el género humano –sobre todo a los más débiles- la que ha llevado la peor parte en la relación hombre-mujer, casi siempre han sido las mujeres. Desde los albores de la historia, la mujer siempre ha sido considerada inferior desde todo punto de vista: físico, intelectual, espiritual, religioso, social y político, hasta hace bien poco.
Desde temprano en la historia, las mujeres fueron tomadas para uso y abuso del hombre [iii] dando carta de legalidad a la poligamia; les fue negada la educación superior a la mujer, manteniéndola fuera de los espacios públicos relegándola, exclusivamente, al ámbito del hogar y el cuidado de los hijos. Ese sentimiento de superioridad, fue la razón por la cual la mujer era propiedad del padre o de su marido; y en las culturas antiguas -y algunas modernas- incluso formaron parte de los harenes particulares de ciertos reyes.[iv]
Hoy, en nuestra sociedad, aquellos antiguos “harenes” tienen su equivalente en las casas de prostitución compuestas, en la mayoría de los casos, por mujeres secuestradas y esclavizadas por mafias –gobernadas por hombres- para la explotación y el negocio sexual.
Aunque sabemos que se ha recorrido parte del camino en el reconocimiento de los derechos de la mujer, hemos de reconocer también que todavía queda mucho por hacer en relación con su posición en las distintas esferas de la sociedad. Y que, por otra parte, las muertes de esas 46 mujeres podrían ser la punta de un gigantesco iceberg que oculta mucho del los sufrimientos a causa de los abusos, maltratos psicológicos y físicos que soportan muchas mujeres.
No se trata tanto de enfrentar a un género contra otro entrando en una “guerra” que nos llevaría a enfrentamientos conducentes a empeorar el problema, sino que lo empeoraría. Se trata de aportar las mejores soluciones que tengamos a la mano.
¿Qué respuesta podemos dar como discípulos de Jesús? Esto lo abordaré en un siguiente artículo.
[i] Mrc. 7.20-23
[ii] Gén.1.26-28
[iii] Gén.4.19
[iv] Gén.1.28-30
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