El romance tardío del escritor irlandés C. S. Lewis con la poetisa norteamericana Joy Davidman, es narrado por Attenborough con auténtica pasión. El genial actor galés Anthony Hopkins recrea con vitalidad el papel de este profesor enamorado. Y la joven actriz norteamericana Debra Winger intenta parecer mayor, para representar a esta mujer judía, convertida al cristianismo, después de haber sido comunista y divorciarse de un alcoholizado guionista de Hollywood. El problema del dolor domina esta historia sobre el corto matrimonio del autor de “Crónicas de Narnia”, golpeado por la enfermedad y la muerte de su esposa, justo después de su boda.
Cuando la televisión española era otra cosa, difundió el 19 de mayo de 1986 la primera versión que hizo la BBC de esta historia, dirigida por un evangélico llamado Norman Stone. “Tierras de penumbra” se llamaba entonces “Valle de sombra de muerte”, por las palabras del Salmo 23. Contaba con dos veteranos actores británicos, Joss Ackland y Claire Bloom. Ese mismo año el espacio El ojo de cristal de TVE había emitido ya el 24 de marzo otra película de Stone sobre Lutero. Las dos son dos obras magistrales de este hijo de un pastor bautista reformado –como también lo era su abuelo y cuatro de sus tíos–, que se crió sin televisión, y todavía se define como “un evangélico calvinista”. Stone está casado con una popular presentadora de televisión, que es también evangélica, Sally Magnusson, hija de un islandés afincado en Escocia, que llegó a ser famoso por inventar el juego del Mastermind.
El hecho de ser cristiano, Stone, no hace el final de su versión más esperanzador que la película de Attenborough. Todo lo contrario, su desoladora conclusión contrasta con el falso consuelo de las palabras repetidas por Hopkins en dos momentos claves de la película, cuando dice que “el dolor de entonces es parte de la felicidad de ahora”, para concluir que “¡ese es el trato!”. Es lo único que no me gusta de esta historia, que da una perspectiva incluso más positiva de la fe, al incluir extractos del libro de “El problema del dolor”, por medio de una conferencia, que no aparece en la versión de Stone.
Joy Davidman tenía 35 años cuando empezó a escribir a Lewis. Debido a su reputación como comunicador de la fe cristiana, el profesor recibía mucha correspondencia que no tenía nada que ver con sus responsabilidades académicas. Eran mensajes de lectores, sobre todo femeninos, que pedían consejo sobre cuestiones relacionadas con la moral y la religión. Joy se llamaba entonces Gresham, porque se había casado a los 27 años con un novelista que se había dedicado al cine. Con este hombre mujeriego y alcohólico, Joy tenía dos hijos llamados Douglas y David, aunque la película muestra sólo a uno de ellos. El primero es hoy conocido por su fe y producción de las películas de “Narnia”, mientras que el segundo no aprobó el divorcio de sus padres, ni la conversión de su madre al cristianismo, o su decisión de trasladarse a Inglaterra en 1953 –cuando ellos tenían 8 y 9 años, respectivamente–.
Tras una cierta recuperación, Lewis hace su único viaje al extranjero, visitando Grecia con Joy. Él tenía 69 años, pero a diferencia de lo que muestra la película, era suficiente hombre de mundo, como para saber cómo funciona el servicio de un hotel. En ese sentido está un poco exagerada la torpeza del personaje que interpreta Hopkins. En cuanto regresan, ella tiene que volver al hospital, donde le quitan un pecho. Vuelve a casa en una silla de ruedas. Cuando está en su lecho de muerte, los chicos son traídos a casa del colegio –David tenía ya 16 años y Douglas 14–. El dolor aumenta, pero a pesar de los calmantes, ella mantiene la conciencia hasta el final.
Lewis conoció aquellos días el amargo sabor del dolor y la desesperación, el terror de la duda, y lo que parecía el silencio de la obra inexplicable de Dios. La famosa frase que abre “Una pena observada” dice: “Nadie me había dicho que la pena se viviese como miedo”. Es la angustiosa sensación de pathos, entre oscuras nubes negras de tormenta. Él había escrito antes en “El problema del dolor”, que “precisamente porque Dios nos ama, nos concede el don de sufrir”. Por lo que “el dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos”. El problema es que esto lo escribe ¡mucho antes de conocer este dolor en su propia carne!
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