La sociedad actual genera dos tóxicos existenciales letales, vacío y desesperanza, explica el psiquiatra y líder evangélico Pablo Martínez Vila.
Según la OMS se registran 800 000 personas que se suicidan cada año en el mundo, lo que representa al menos una muerte cada 40 segundos, siendo la segunda causa principal de defunción de 15 a 29 años.
De este mal no es inmune la iglesia cristiana, incluso con casos de pastores que han acabado con su vida.
Sobre esta cuestión entrevistamos a Pablo Martínez Vila, psiquiatra y reconocido lider evangélico y conferenciante internacional, autor de numerosos libros difundidos a 17 idiomas; muchos de ellos abordando la espiritualidad y el sufrimiento desde una perspectiva que funde la teología con una psicología con fundamentos bíblicos.
Pregunta.- Si bien el vínculo entre el suicidio y los trastornos mentales (en particular los trastornos relacionados con la depresión y el consumo de alcohol) está bien documentado en los países de altos ingresos, muchos suicidios se producen impulsivamente en momentos de crisis ¿Hay factores en la sociedad actual que puedan favorecer la cifra creciente de esta tragedia?
Respuesta.- Sin ninguna duda. Vivimos en una sociedad que genera, entre otros, dos tóxicos existenciales de efectos letales: el vacío –“la vida no tiene sentido”- y la desesperanza -“no veo ningún futuro para mí”-. Ahí tenemos un gran caldo de cultivo para el suicidio.
El sociólogo Z. Baumann habla lúcidamente de una sociedad “líquida” donde todo es frágil, efímero y se enfoca en el “corto plazo”. Ello explica, por ejemplo, la colosal crisis de relaciones; vivimos una epidemia de relaciones rotas y la ola de suicidios no es ajena a esta realidad dolorosa.
En cuanto al otro tóxico, la desesperanza, simplemente cosechamos lo que se ha sembrado en los últimos 150 años. Los profetas de la desesperanza, Marx, Freud y Nietzsche (entre otros), se esforzaron por “destruir toda ilusión” (cita literal referida a la fe en Dios) y han predicado una cosmovisión materialista de la vida, “sin Dios y sin esperanza” (Ef. 2:12).
Esta cosmovisión no sale gratis ni en lo personal ni en lo social, conlleva un alto peaje. Tarde o temprano lleva a la frustración, al vacío y a la amargura. Decía Sartre: “El camino del ateísmo es cruel y doloroso”. Hay una relación estrecha entre desesperanza y desesperación.
En este contexto el suicidio viene a ser una respuesta extrema cuando uno siente en lo más hondo de su corazón que todo es “vanidad de vanidades” en palabras del Predicador en el Eclesiastés.
P.- Si bien el vínculo entre el suicidio y los trastornos mentales (en particular los trastornos relacionados con la depresión y el consumo de alcohol) está bien documentado en países de altos ingresos, muchos suicidios se producen impulsivamente en momentos de crisis. ¿Es posible prevenir o prever estas situaciones de riesgo?
R.- La palabra clave aquí es “impulsivamente”. Los suicidios en momentos de crisis suelen darse en dos tipos de situación. Por un lado, en hombres y mujeres con una personalidad normal, sana, pero que se ven abocadas a circunstancias extremas de estrés, sobre todo si ocurren de forma rápida e inesperada. Un ejemplo histórico lo tenemos en la gran crisis de la bolsa en 1929 cuando el crack económico causó un número importante de suicidios entre personas sin problemas psiquiátricos previos. También puede ocurrir con una ruptura inesperada de una relación tal como apuntábamos antes.
La otra situación se da en personas con trastornos leves o moderados de personalidad que muchas veces no han sido diagnosticados. Por su poca intensidad pueden pasar desapercibidos hasta que una circunstancia, con frecuencia una contrariedad, algo que no ocurre como ellos querían o preveían, les aboca a una reacción impulsiva, descontrolada e inconsciente. En estos momentos están como cegados por el enojo o la rabia (de ahí que a estos episodios se les llame de enajenación mental transitoria). Había un problema subyacente de control de impulsos que había pasado desapercibido.
Ambos casos tienen en común su carácter repentino e imprevisto, por ello con frecuencia la labor de prevención es difícil.
No obstante, si detectamos los primeros truenos de la tormenta, hay dos cosas que podemos hacer: acompañar y escuchar. Éstas son las dos mayores necesidades del ser humano en momentos de crisis: sentirse acompañado y sentirse comprendido a través de una escucha empática. El llamado “teléfono de la esperanza” ha salvado muchas vidas porque ofrece estos dos aspectos: hay escucha y hay presencia, aunque sea a distancia y con un desconocido. No olvidemos el valor balsámico de las palabras como tan bien nos señala Proverbios: “La palabra dicha a su tiempo, ¡cuán buena es!”.
P.- Es cada vez más frecuente conocer casos de pastores evangélicos que cometen suicidio, especialmente en Latinoamérica y EEUU. En ocasiones con trastorno depresivo oculto, y en otras sin que aparentemente se hubiese detectado nada anómalo. ¿La dinámica de la iglesia actual podría desencadenar o incluso provocar un trastorno en un pastor hasta llevarle a este punto?
R- El agotamiento emocional (el llamado síndrome del “quemado” o burn out) puede provocar una depresión. Lo vemos en la Biblia con dos grandes pastores, Moisés (Números 11:10:17) y Elías (1 Reyes 19). Dos gigantes de la fe llegaron a pedirle a Dios que les quitara la vida. (Por cierto, el Señor con su trato comprensivo y delicado hacia estos pastores sufrientes nos deja un precioso modelo a seguir).
Es excepcional, sin embargo, que una depresión por agotamiento lleve al suicidio si no hay un problema de base como los mencionados antes. El pastor sabe que antes que marcharse de la vida (suicidio), puede marcharse de la iglesia o incluso dejar el ministerio (bien sea de forma temporal o incluso permanente).
El pastorado es un trabajo de gran exigencia emocional, de ahí la necesidad de una renovación personal constante. Sin duda siempre hay aspectos a mejorar en la “dinámica” de la iglesia (por ejemplo, un énfasis excesivo en el activismo); pero para mí la prioridad en este tema (prevención de crisis en los pastores) no es mejorar la iglesia, sino reforzar al pastor, enseñarle a cuidar de su propia viña, a renovarse, a recibir tanto como a dar.
Demasiados pastores olvidan que son “vasijas de barro”, frágiles, quebradizas y pensando que son “vasijas de hierro” sobrevaloran su capacidad de resistencia.
Esta pregunta, sin embargo, nos obliga a exponer otras dos situaciones que nos ayudan a entender el problema del suicidio entre pastores. La primera se da más en EEUU, la segunda en Latinoamérica.
En los EEUU no es infrecuente encontrar pastores ateos o con una base de fe muy débil. Por extraño que nos parezca, es así.
En determinadas denominaciones la teología liberal ha acabado convirtiendo la teología en mera antropología y la fe en puro humanismo. Está en auge, por ejemplo, la llamada “Teología de la muerte de Dios” propugnada por W Hamilton quien afirmó textualmente: “Necesitamos redefinir la cristiandad…sin la presencia de Dios”. En este contexto de puro humanismo se aplica todo lo comentado en la primera pregunta: el suicidio correlaciona muy alto con la desesperanza vital.
La segunda situación se da más en Latinoamérica (y está entrando en Europa): algunas iglesias ponen en lugares de responsabilidad a personas recién convertidas, a niños espirituales, que obviamente carecen de la madurez necesaria para afrontar el gobierno de una congregación. Se ignora la enseñanza bíblica sobre los requisitos para ser pastor (o diácono). El cuadro bíblico de 1 Timoteo 3:1-13 pone un listón de madurez espiritual que es imprescindible respetar. Pasar por alto estos requisitos supone poner -y exponer- a personas inmaduras, tiernas en la fe, en una posición de alta demanda emocional y espiritual. Las consecuencias no deben sorprendernos: crisis personales y crisis en las iglesias.
P.- ¿Hay un adecuado cuidado pastoral de los pastores, o existe una soledad en la responsabilidad de quienes tienen esta carga sobre sus hombros?
R- El pastor necesita ser pastoreado. Ésta es una de las asignaturas pendientes de muchos hombres y mujeres de Dios. Me referí con cierto detalle a este punto en una anterior entrevista en Protestante Digital (“Pastores que tropiezan y caen”). Uno de los grandes enemigos del líder cristiano es la soledad.
No se puede ser una roca y una isla a la vez. En la mayoría de crisis emocionales de pastores encontramos una historia de soledad, con un proceso de aislamiento progresivo.
De ahí mi encarecida recomendación de que el pastor tenga una o dos personas de plena confianza con quien compartir cargas, dudas, liberar tensiones y orar juntos. Es un tiempo de revisión de vida y de renovación de visión. Una o dos veces al año de “ITV personal” constituye una buena prevención de problemas.
Y no olvidemos la dimensión de lucha espiritual del trabajo pastoral: estamos inmersos en una batalla que va más allá de asuntos humanos; en este sentido, el pastorado no es un trabajo natural, es sobrenatural. Por ello necesitamos tanto la oración. El apoyo en oración es clave (ver la propia experiencia del apóstol Pablo al respecto en un período de tribulación, 2 Corintios 1: 9-11).
P.- Una cuestión importante y que debemos abordar es si el acto del suicidio supone una ruptura de la relación con Dios, y por lo tanto una eternidad lejos de él. ¿Podemos afirmar esto, y hacerlo en todos los casos?
R- Nadie puede hacer afirmaciones que competen exclusivamente a Dios. Nosotros no podemos quitar o poner “etiquetas de salvación”, sería una osadía y una insensatez. No estamos en el lugar de Dios para juzgar.
Dicho esto, hay dos principios bíblicos que enmarcan este asunto y que necesitamos tener en cuenta. Por un lado, el suicidio desagrada profundamente a Dios; no podemos minimizar la importancia de este pecado por cuanto Dios es el soberano de nuestra vida, el único que tiene el derecho de darla y quitarla.
Por otro lado, tampoco debemos caer en el extremo opuesto. El único pecado que la Palabra de Dios nos presenta como imperdonable es la incredulidad obstinada, persistente, la llamada blasfemia contra el Espíritu Santo (que fue el pecado de los fariseos).
Como hemos visto, en el suicidio intervienen con frecuencia factores de enfermedad mental, de crisis y otros que no tienen relación con una postura previa de incredulidad deliberada.
Por ello, sólo a Dios corresponde evaluar y concluir qué es pecado, qué es enfermedad, qué es un factor agravante o qué es un factor atenuante. Dios es el juez justo y él conoce absolutamente todo de nuestra persona, por ello sus juicios son perfectos. Descansamos en su justicia y nos aferramos a su gracia.
La esencia del carácter de Dios es el amor y Él es “grande en misericordia”. En un tema así necesitamos concluir con “los ojos puestos en Jesús” (Heb. 12: 2), el Buen Pastor de las ovejas, de quien se afirmó: “No quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que humeare” (Is. 42:3)
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