El evangelio es el Cristo, el propio Dios, viniendo a nosotros sin merecerlo ni poder hacer nada para ganárnoslo.
El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado.
Marcos 2:27
El sábado, el día santo, la fiesta de guardar. El día en el que todo computaba para arañarle trazos a una salvación escurridiza. No, no estaban enfocándolo bien. Los fariseos y los maestros de la ley le insisten al mismísimo Jesús con que se está equivocando y sus malas enseñanzas traen condenación a sus discípulos. No está siguiendo los preceptos; no está haciendo lo que se espera de él. No es un buen judío.
El sábado era un corsé del que resultaba imposible salir. Aunque tú no estuvieras del todo convencido, si no actuabas como se suponía que debía actuar un siervo de Dios, tus compatriotas te harían la vida imposible, y te condenarían al ostracismo; y hablarían lo peor de ti. Era un precio que nadie se podía permitir pagar. El ser humano estaba hecho para el sábado. De no cumplirlo fielmente, no se ganaría el favor divino.
Por supuesto, Jesús llega y con un gesto, con una frase, expone la verdad: no consiste en lo que haces, sino en por qué lo haces. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre.
Lo que hay detrás de esta sencilla frase, que casi pasa desapercibida, es la clave de por qué el verdadero evangelio es imposible de falsificar. Los seres humanos, con nuestros mejores esfuerzos, solo somos capaces de crear una religión basada en intentos más o menos santos de entrar dentro del campo de visión del Divino. En cambio, el evangelio es el Cristo, el propio Dios, viniendo a nosotros sin merecerlo ni poder hacer nada para ganárnoslo. Somos incapaces de controlar el verdadero evangelio; lo único que podemos hacer es someternos a él. Eso, como seres humanos caídos, en el fondo, no nos gusta nada. Así que aceptamos una parte, pero cuando llegamos al meollo, al renunciar a nuestra vida, a dejarle al Espíritu el control real de todo, volvemos a poner el sábado como excusa, es decir: el miedo al sábado como excusa. El miedo a que si no cumplimos con el sábado caeremos en condenación, cuando Cristo ha venido a decirnos que en él ya nada nos separará del amor del Padre.
Quien dice sábado dice vestir, comer, hablar de cierta manera. El sábado, en su tiempo, era no ir al cine ni ir a la playa; era que las mujeres solo servíamos para ser madres y esposas y cualquier otra aspiración debía ser pecado. Van pasando las épocas y nos seguimos creando sábados a medida de los poderosos, de los que no quieren perder el control ni el poder sobre los demás. Hoy nos dicen que “los buenos siervos de Dios” no deben relacionarse con tales o cuales, no debe ir a tal o cual sitio, no debe hacer esto o lo otro (según el lugar, según el viento que sople, según la visceralidad del momento y el predicador de turno y sus obsesiones). Y acabamos irremediablemente atrapados en ellos, convencidos de que eso es lo que agrada a Dios, que eso es lo que nos proporciona la salvación y no la cruz de Cristo. Igual, claro, no pensamos: “Si hago tal cosa me ganaré la salvación”, porque somos buenos protestantes. Pero sí nos dicen, y nos decimos: “Si hago tal cosa caeré en condenación”. Da igual que la premisa se plantee en negativo que en positivo. Sigue siendo igual de mentira.
Igual que les pasaba a los judíos de la Palestina de Jesús, te metes en un entorno en que renunciar o cuestionar esas normas supone ser expulsado del grupo, y ese es un castigo cruel que no siempre estamos en condiciones de asumir. Y también es más cómodo. Si en vez de una auténtica renovación interna de nuestro ser, de nuestras creencias y acciones, se nos dice (y nos creemos) que ser cristiano consiste en una lista de normas y quehaceres más o menos superficiales, es mucho más fácil y requiere menos compromiso. Estás lejos del evangelio, pero mira, tampoco te complicas mucho la vida.
Todos los que leéis esto os habéis enfrentado a vuestros propios corsés sabáticos. Os han (habéis) convencido de que Dios os había creado para obedecer esos preceptos… y os han querido convencer personas que, a pesar de ser líderes, eran inseguros e inmaduros espiritualmente, pero lo disimulaban muy bien. Lo que no querían era perder el control, ni el poder; el evangelio era secundario. Solo que, es posible, ni ellos mismos se daban cuenta, porque desde siempre habían aprendido de otros que hacían exactamente lo mismo y aprobaron y aplaudieron su sumisión.
Como dijo Jesús, si no cumpliéramos con ninguna (absolutamente ninguna) de estas normas internas, de estos preceptos santos que nos hemos hecho a nuestra imagen, si tenemos la salvación y la gracia no necesitamos nada más. Si no lo entendéis, o no queréis aceptarlo, pensad en el ladrón que compartió calvario con Jesús.
[Una nota: muy a menudo, cuando saco a colación al ladrón de la cruz, hay quienes se me ponen violentos. Si alguien se os pone violento hablando de este tema, y también hablo de violencia verbal, recordad que eso suele ser una reacción a la inseguridad que les gobierna. Puede que parezcan los más seguros de todos, los más categóricos en sus creencias, pero la reacción violencia es un mal hábito surgido de querer fingir una seguridad que no existe. Tened misericordia de ellos, porque no han entendido en qué consiste de verdad la salvación y sus consecuencias. Y, si podéis, en la medida de lo posible, sacadles del error y enseñadles a ser buenos y verdaderos discípulos].
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