Podemos expresar vida con nuestras palabras, o llenar de violencia a los que nos rodean con cada expresión que sale de nuestra boca.
Fritz Walter fue campeón del mundo con la selección de Alemania en el mundial de 1954. Todavía hoy se le recuerda como uno de los deportistas más impresionantes del siglo XX. Mucho más allá de sus habilidades futbolísticas, Fritz fue conocido y admirado porque siempre intentó ayudar a todos los que encontró en su camino. Durante la Segunda Guerra Mundial había sido reclutado por el ejército alemán y contrajo la malaria en el frente, con lo que no podía soportar el calor; le encantaba vivir y jugar bajo la lluvia. Fue llevado cautivo por los rusos y un día vinieron a llevárselo para quitarle la vida, pero sus compañeros de prisión, de nacionalidad húngara, aseguraron que era austríaco y le salvaron la vida. Fritz jamás lo olvidó, y aunque le ganó el campeonato mundial a los húngaros con su selección, más tarde, cuando en 1956 los tanques soviéticos tomaron Hungría, les dio dinero a todos los jugadores que conocía de esa selección (Puskas, Koscis, Czibor, etc.) y organizó partidos amistosos para que pudieran sobrevivir. Cuando se retiró del fútbol trabajó en la rehabilitación de presos casi hasta el momento de su muerte en el año 2000. Con muchos años ya, confesaba: «He sido inmensamente feliz».
A pesar de todo lo que había pasado, se confesaba dichoso. Cualquier otra persona habría encontrado muchas razones para quejarse. Fritz cambió su tristeza por la ayuda desinteresada a los demás.
Quejas. Parecen ser nuestras más fieles compañeras. ¡Cuántas veces encontramos defectos en todo y en todos! ¡Cuántas veces protestamos sin razón, porque las cosas no han ido como nosotros queremos! ¡Cuántos días hemos perdido quejándonos y acariciando esa amargura cruel que nos parece tan dulce: «no es justo todo lo malo me ocurre a mí estoy, harto de todo»!
Muchas veces ni siquiera nos importa lo que ocurra. Solo tenemos ojos para nosotros mismos. Si nosotros estamos bien, el mundo es maravilloso, si no nos hacen caso, nada tiene sentido. Cuando las circunstancias (¡o los negocios!) nos favorecen somos las personas más felices del universo; cuando algo se tuerce, despotricamos contra todo y contra todos.
Quejas. No nos importa nada más que quejarnos. Parece como si fuéramos felices haciéndolo. La culpa siempre la tiene alguien, y nuestras palabras solo expresan lo que hay dentro de nuestro corazón. «Fuente de vida es la boca del justo, pero la boca de los impíos encubre violencia» (Proverbios 10:11). En realidad, casi todo depende de lo que decidimos: podemos compadecernos de nosotros mismos o podemos ayudar. Podemos quejarnos o agradecer. Podemos expresar vida con nuestras palabras, o llenar de violencia a los que nos rodean con cada expresión que sale de nuestra boca.
Al final, todo es más sencillo de lo que pensamos. Si somos sabios dejaremos de quejarnos; lucharemos para vencer las dificultades y para ayudar en todo lo que podamos. Si somos necios continuaremos quejándonos y buscando culpables. Cualquier cosa antes de reconocer que quizás los culpables seamos nosotros.
Como casi siempre, la decisión para ser inmensamente felices está en nuestras manos.
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