Vivimos fortaleciendo continuamente nuestro cuerpo y nuestro exterior y debilitando la parte espiritual de nuestra vida; y de esa manera morimos un poco cada día.
Durante el mundial de fútbol de Alemania de 2006 se lanzaron muchos penaltis, pero sin duda el más famoso fue el que Beckham falló ante Francia. Lo fue por razones extradeportivas, porque un hombre recogió el balón en la grada, donde había ido a parar tras el lanzamiento, y unas semanas más tarde lo subastó en Internet. Llegó a estar valorado en diez millones de dólares, aunque más tarde se descubrió que la subasta había sido inflada a propósito. Al final, el dueño del balón recibió 30.000 euros por él, lo cual tampoco está nada mal.
Todo porque era el balón del penalti que había fallado David Beckham. ¡Ni siquiera era el balón de la final del campeonato! Pero ese es el valor de los ídolos, de los famosos, de las «caras bonitas» de nuestra sociedad, de los que acaparan las portadas de los medios de comunicación. Resulta cuando menos curioso comprobar cómo la gente idolatra la belleza exterior, la apariencia.
A fin de cuentas, lo que gran parte de la sociedad hace es adorar su propio cuerpo. Podría llegar a comprenderse si dijéramos que todos quieren parecer atractivos delante de los demás, pero el problema es que en muchas ocasiones nuestra vida gira en torno a lo que sentimos y cómo nos sentimos: los deseos, las pasiones, la amargura, el odio, la envidia, el cansancio o la fortaleza.
Es bueno estar bien físicamente, todos tenemos que cuidarnos porque Dios quiere que tengamos salud, pero de ahí a vivir absolutamente centrados en nosotros mismos hay un abismo. Abismo del que podemos descolgarnos en cualquier momento, porque si en nuestro interior no hay nada, no importa lo impresionante que se nos vea por fuera.
Esa es una de las razones por las que la ansiedad y la depresión son dos de las reinas de nuestra sociedad. Vivimos fortaleciendo continuamente nuestro cuerpo y nuestro exterior y debilitando la parte espiritual de nuestra vida; y de esa manera morimos un poco cada día. Olvidamos que nuestro cuerpo se va desgastando poco a poco, que debemos cuidarlo, pero recordar también que un día se apagará definitivamente.
Lo que Dios espera de nosotros es radicalmente diferente: él nos enseña a ser felices con lo que somos. Llena nuestro corazón de paz. Lo más importante es que lo espiritual esté en primer lugar y de esa manera nuestro cuerpo se sentirá tranquilo, porque lo que realmente tiene valor es lo que está dentro de nosotros. «Porque tú has sido baluarte para el desvalido, baluarte para el necesitado en su angustia, refugio contra la tormenta, sombra contra el calor; pues el aliento de los crueles es como turbión contra el muro» (Isaías 25:4).
La belleza exterior desaparece con el tiempo. El cuerpo pierde su vigor y nuestra apariencia se degrada cada día más. Sin embargo, Dios sigue cuidándonos en todo momento. Sigue siendo nuestra fortaleza, nuestro aliento, nuestro refugio.
Aún con el paso de los días, Dios sigue siendo nuestro todo.
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