Los hedonistas afirman que el hombre está sometido a la soberanía del instante. De aquí que excluyan toda moderación en la búsqueda del placer.
Entre los siglos IV y V antes de nacer Jesucristo floreció en Grecia una escuela filosófica que exaltaba el placer carnal como suma expresión del bien. Partiendo del dicho de Protágoras –célebre sofista griego cuya fecha de nacimiento se fija en el 400 antes de Cristo- “el hombre es la medida de todas las cosas”, mantenía que “el disfrute del placer actual, inmediato, es el principio capital y el fin del hombre”. Esta doctrina fue bautizada posteriormente con la palabra hedonismo (del griego hedoné, placer). Su fundador fue Arístipo, discípulo de Sócrates, quien vivió en el siglo IV antes de Cristo. En la historia de la filosofía es conocido como Arístipo de Cirene, por haber nacido en esta ciudad de la antigua Cirenaica.
El hedonismo es la filosofía del placer por el placer. Todas las categorías morales del hedonismo son formas de placer. No del placer intelectualizado o idealizado, sino del placer carnal, corporal, materializado; el placer actual, inmediato. Para la persona hedonista sólo cuenta el instante, el momento. El ayer pertenece a la historia; el mañana es un incierto signo de interrogación. Nada más que existe el hoy, el ahora, el latido presente del pulso, el ritmo momentáneo del corazón. Los hedonistas afirman que el hombre está sometido a la soberanía del instante. De aquí que excluyan toda moderación en la búsqueda del placer. Para ellos la naturaleza, el instinto, la pasión son los auténticos móviles de los actos humanos. El hedonismo ha contado con importantes teóricos y portavoces a lo largo de los siglos. Ha sido una doctrina en uso permanente, porque el placer atrae al hombre como a la abeja el néctar de la flor. Decir que Adán y Eva, en el episodio de la fruta prohibida, fueron los iniciadores del hedonismo no es desvirtuar la historia.
En los albores de la edad moderna el filósofo inglés Thomas Hobbes defiende en su famosa obra “Leviatán” las ideas materialistas y sensualistas del hedonismo. El hombre, por naturaleza, está movido por los deseos, por la avaricia del placer, viene a decir Hobbes. El miedo a no alcanzar lo que más ambiciona le lleva abdicar de sus derechos y de su dignidad en manos del gobernante político de turno. John Locke, padre del liberalismo político moderno, y David Hume, inglés el primero y escocés el segundo, ambos filósofos de talla universal, se expresan en clave hedonista. En su “Ensayo sobre el entendimiento humano” Locke defiende como legítima cualquier teoría que glorifique el placer con manifestación empírica del bien. Hume, en “Investigación sobre los principios de la moral”, abunda en las tesis de Locke y añade que los cuerpos no son más que grupos de sensaciones. La sustancia espíritu no existe. El hombre debe aspirar al placer y a la felicidad nada más que mediante las vías corporales.
Jorge Santayana, filósofo norteamericano de origen español, fallecido en 1952, presenta en “El sentido de la belleza” su propia versión sobre la teoría del placer. Santayana se manifiesta aquí como teórico, defensor y practicante de todas las formas de hedonismo. La belleza sensual, el disfrute del placer, asegura, está en la base de los deseos humanos. El hombre, añade, debe concretar sus ilusiones y sus ambiciones al momento presente. Todo cuanto en la vida importa es vivir el minuto al máximo de posibilidades. Apurar la copa del placer sin dejar una sola gota al incierto mañana.
El siglo XX alumbró un nuevo “Leviatán”. Una sociedad monstruo, materialista y utilitaria dominada por los placeres del cuerpo. Una sociedad que glorifica la carne entre cánticos profanos. “Vivimos en un mundo de bárbaros”, dijo el prestigioso psicólogo José Luis Pinillos.
Como ha escrito el periodista y novelista Manuel Vicent, lo moderno, lo actual, “consiste en llegar completamente agotado a la sepultura después de haber convertido la vida en una feria de juguete. Pilotar como un bólido el propio cuerpo para recibir todos los placeres vertiginosamente por cada uno de los orificios que tiene nuestra carne y al final de esta ráfaga vislumbrar una lápida y aplastar contra ella el carnet de identidad con un golpe mortal”.
En una sociedad hedonista no hay lugar para Dios. Los dioses de Occidente son el alcohol y la droga, el sexo y el consumismo, el jolgorio y la orgía, la lascivia y el placer. Aquí no hay más dios que el cuerpo ni más gloria que la carne. No hay lugar para los grandes interrogantes de la metafísica: qué es la vida, qué es la muerte, cuál es nuestro origen, cuál será nuestro destino. Nublada la mente por los vapores de la sensualidad, el hombre de hoy es incapaz de tan altas reflexiones. “Vivimos en una sociedad que no tiene creencias –ha dicho el filósofo José Luis Aranguren. Una sociedad que vive al día y no le importan nada las cuestiones trascendentes”.
¿Sera cierto lo que proclaman los hedonistas? ¿Ha muerto para siempre la fe? ¿Ha fenecido la esperanza en otra vida? ¿Ha desaparecido Dios entre las nubes del firmamento? ¿Está el demonio secuestrado en las profundidades del Averno? ¿Dejamos de cantar el “gloria a Dios en las alturas” y lo sustituimos por un “gloria por siempre a la carne”? ¿Y qué ocurrirá luego, cuando el cuerpo acabe su función, cuando termine la fiesta mundana, cuando cobren vida los cementerios y en el cielo aparezca la señal del Hijo del Hombre para juzgar a justos y a injustos? ¿Luciremos en nuestra frente, como símbolo protector, el escudo del hedonismo?
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