Como sabéis, frecuentemente hablo de lo que es la iglesia misional y qué es ser un creyente misional. Hoy me gustaría hacer una reflexión de cómo afecta el ser un creyente misional al ámbito del matrimonio y por extensión a la familia.
Una parte importante del conflicto matrimonial existe porque no nos concebimos misionalmente. Nos concebimos a nosotros mismos como personas que estamos en el matrimonio para recibir amor, cobertura, soporte, etc.
La base de la relación matrimonial en la sociedad occidental es el enamoramiento, la relación romántica. Por ello, la forma de evaluar la calidad de una relación es si estoy recibiendo aquello para lo que entré en esa relación. Cuando esa base sentimental flaquea,
cuando no recibo lo que se esperaba, cuando la otra persona muestra sus defectos, incluso sus pecados, me siento estafado, engañado, frustrado por haber encontrado que el príncipe azul se convirtió en la bestia negra. La fase del enamoramiento con la idealización del otro da paso a una fase de desencanto en el que uno ajusta expectativas a la baja y evalúa si lo que ha quedado es suficiente para continuar en la relación.
¿Cómo mira un creyente misional una relación matrimonial? Como mira el resto de su vida. Un creyente misional se concibe en términos de misión. Eso significa que él está aquí para hacer la misión de Dios. La misión de Dios es enfrentar el pecado y sus consecuencias en cualquier lugar y aspecto de la sociedad.
Hemos sido enviados al mundo para destruir las obras del diablo, para pelear contra todo aquello que el pecado destruyó y dañó. Por ello,
cuando observo a mi cónyuge lo miro misionalmente y no sólo románticamente. Lo que veo cuando lo miro es una persona que ha sido golpeada por el pecado, una persona que tiene una seria ruptura interior, que tiene rupturas relacionales, en algunos casos es una persona que no ha restaurado su ruptura con Dios. Y cuando lo miro así me concibo como el misionero de Dios. Entiendo que estoy ahí para ministrar su debilidad, para ministrar su pecado, para ministrar las heridas de su pasado, etc.
Esta aproximación da sentido de misión a mi vida familiar. La actitud de queja desaparece, mi evaluación de la relación es transformada. No puedo venir ante Dios para quejarme de los defectos de mi cónyuge, ya que me concibo a mí mismo como el ministro, como el misionero, enviado por Dios para ministrar esos defectos.
No sería razonable que el responsable de logística de una empresa se quejara de que los camiones llegan tarde, ya que él ha sido contratado para que eso no suceda. No sería razonable que el responsable de márketing de una empresa se quejara de que no se venda, ya que él ha sido contratado para que los productos de la empresa se vendan. No sería razonable que el empleado de limpieza de la casa se queje de que la casa está sucia, ya que le contrataron para que la limpiara. No sería razonable que el pastor de la iglesia se quejara de que en ella hay carnalidad, inconsecuencia y pecado, porque Dios le puso ahí para que ministrara a los miembros.
Un autor británico decía que Dios no nos puso en el matrimonio para que fuéramos más felices sino para que fuéramos mejores.
Aunque creo que estamos en el matrimonio para ser más felices, sí es cierto que la función principal para la que estamos en el matrimonio es para hacer mejor a nuestros cónyuges e hijos. Mientras cumplimos esa función principal de ministrar a las personas a las que el Señor nos confió, Dios nos concede espacios de felicidad, cariño, comprensión, cobijo, etc. Pero nunca al revés. El Maestro nos enseñó a buscar primeramente el Reino de Dios y nos aseguró que las demás cosas vendrían por añadidura. Nunca en el orden contrario.
Os sugiero cambiar la perspectiva de nuestros matrimonios a una perspectiva misional. A evaluar mi matrimonio en términos de si estoy ministrando las debilidades de mi cónyuge. A dejar de quejarnos porque tiene pecados, fallos, inconsecuencias, contradicciones, etc. porque precisamente yo estoy en ese matrimonio para ministrar esa debilidad. Os animo a cambiar nuestras oraciones a Dios, os animo a dejar de quejarnos por “la mujer que tú me diste”, y comenzar a pedirle a Dios que me dé la sabiduría, los recursos y la paciencia para ministrar a la persona que Dios puso a mi lado y me la confió para que yo ministrase.
Ministrar la debilidad del otro no es nunca retorcer el brazo del otro para que haga lo que yo quisiera que hiciera o para que fuera lo que yo quisiera que fuese. Sino estar a disposición de Dios para ser un instrumento para conseguir que esa persona llegue a ser lo que Dios quiso siempre que fuera, pero que el pecado torció e impidió ese propósito. Mi forma de ministrar una vida debe ser también misional. Si soy un enviado del Padre, como Jesús lo fue, debo ministrar como ministra Dios nuestras vidas. Mi forma de entrar en la vida de otro nunca debe ser la del elefante en la cacharrería, sino la de un Dios que con paciencia administra los recursos de la gracia.
Debo aprender a mirar la vida del otro desde la mirada de Jesús. Emplear todos los recursos de la gracia y no los recursos de la ley. Eso le da una tremenda dignidad y belleza al otro. Entrar en la vida de otra persona es un privilegio tremendo e increíble, es por ello que debo entrar en esa vida de puntillas, susurrando y acariciando. Todos los seres humanos deben ser contemplados con una mirada de gracia, ya que todo ser humano pelea una gran batalla.
Espero que esta pequeña reflexión misional nos dé una perspectiva para ir a Dios a pedir los instrumentos para hacerle el bien a esa persona tan, tan, tan especial que un día Dios puso a nuestro lado. Entrad hoy a vuestras casas y miradla con los ojos de Dios. Que Dios os bendiga.
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