Toda la ética cristiana podría resumirse a una sola palabra: gratitud.
El equipo de Brasil que ganó el campeonato mundial de fútbol celebrado en México (1970) es considerado por casi todos los cronistas como uno de los mejores de la historia.
Según parece, hay una persona que no lo aceptó: Alf Ramsey, el seleccionador inglés, que dijo después de perder su partido contra los brasileños: «No tenemos nada que aprender de esa gente». Puede que esa sea una de las razones por las que Inglaterra no ha vuelto a hacer nada interesante en un campeonato mundial desde entonces.
Todos tenemos problemas con nuestro orgullo. Si alguien no lo admite, tiene un problema consigo mismo. En el mundo del deporte ese problema sale a la luz muy rápidamente, cuando escuchas las declaraciones de algunos deportistas y raramente admiten que su rival puede ser superior.
Después de una derrota, casi siempre se le echa la culpa al estado del campo, a algún fallo del árbitro, a alguien que faltaba o alguien que sobraba, a que hacía frío o calor... Inventamos cientos de excusas antes de reconocer que alguien puede ser mejor que nosotros.
Si nos trasladamos del mundo del deporte a la vida normal, tampoco somos muy diferentes. Siempre queremos tener razón en todo lo que decimos, y si los demás no quieren reconocerlo es porque no saben lo que dicen. Y, desde luego, son mucho menos inteligentes que nosotros. La inteligencia es una de las cualidades mejor repartidas en el mundo, nadie cree tener poca.
Es obvio que Dios ve las cosas de otra manera. Una y otra vez nos recuerda en su Palabra que él está cerca de los que son humildes. Aquellos que siempre creen que pueden aprender algo, los que reconocen que necesitan ayuda. Los que no pueden vivir sin él, porque saben que pueden equivocarse. Los que se dan cuenta de que no merecían nada y lo han recibido todo.
Esa es la razón por la cual toda la ética cristiana podría resumirse a una sola palabra: gratitud. Cuando somos agradecidos, aprendemos a vencer nuestro orgullo. El agradecimiento y la alabanza demuestran que amamos a Dios. Si no somos agradecidos y no adoramos a Dios es porque o pensamos que éramos muy malos o quizá pensamos que no necesitamos lo que Dios hizo por nosotros.
Creemos que somos mejores de lo que suponemos. Cuando alguien nos hace un favor, más tarde nos escondemos de quien nos ayudó porque somos orgullosos y no queremos reconocer que necesitábamos ayuda. Esa es una de las razones por las que muchas personas huyen de Dios. Así es el corazón humano, que llega a tratar peor a quien le ha ayudado porque su propio orgullo le vence.
A ninguno de nosotros nos gustaría escuchar las palabras del profeta Oseas: «Testifica contra el orgullo de Israel, no se han vuelto al Señor su Dios, ni lo han buscado a pesar de todo esto» (Oseas 7:10).
Más vale reconocer que sí tenemos mucho que aprender. Más vale agradecer todo lo que Dios hizo, hace y hará por nosotros. Más vale dejarse de tonterías y aprender a decir sinceramente «gracias».
A Dios en primer lugar, pero también a muchas otras personas.
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