Sólo fue cuestión de tiempo que aquel pueblo viese reconocido su derecho a definir su identidad, a vivir en ella y a manifestarla públicamente en libertad.
Se trataba de un pueblo minoritario en medio del estado español; eran diferentes, y por esa razón se les quería imponer una identidad española monolítica, en la que la diferencia era sospechosa por principio. Aquel pueblo tenía una identidad propia y reclamaban que esa identidad fuese respetada; eso era para el estado español un pecado imperdonable, una herejía.
Reclamaban su derecho a expresar su identidad y su mensaje en libertad, a definir su propia forma de conducirse, relacionarse y vivir. El estado español no se lo permitió y desencadenó el mecanismo purificador que llevaba siglos asentado en sus genes: empezaron por el ninguneo, la descalificación y marginalización del colectivo, proclamaron que aquellas personas no eran buenos ciudadanos y promovieron su demonización pública señalando que se trataba de una minoría traidora al espíritu nacional español que urdía su desintegración, una minoría irrelevante que no merecía ser escuchada.
Seguidamente descargaron sobre ellos todo el peso de la ley, una ley ejecutada por jueces sometidos al poder político. Y tras esto vinieron los procesamientos y los encarcelamientos. Y, llegado el momento, el estado español no tuvo reparo alguno en usar la violencia pura y dura. El objetivo definitivo era meter a aquel pequeño pueblo en cintura; la razón la tenía por principio la mayoría y no procedía sentarse a hablar, ni mucho menos pactar acuerdos con aquellos disidentes.
Aquel pueblo jamás respondió con violencia; recibió las agresiones, pero se mantuvo inconmovible en su identidad y siguió reclamando sus derechos sin dejarse doblar. Cuando el estado español se creyó que lo había sometido, no se dio cuenta de que su política agresiva e impositiva había liquidado su propia legitimidad y hacía su derrota moral definitiva. Sólo fue cuestión de tiempo que aquel pueblo viese reconocido su derecho a definir su identidad, a vivir en ella y a manifestarla públicamente en libertad.
Admiro profundamente a ese pueblo. Se trata del pueblo evangélico que así ha sufrido y resistido desde el siglo XIX hasta hace poco. La historia enseña; hay que escucharla.
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