El martes pasado asistí a la exposición que inauguraba Miguel Elías en el Centro de Estudios Brasileños de la Universidad de Salamanca. Elías es un pintor reconocido, profesor de dicha Universidad próxima a cumplir ocho siglos de fundación, además de un ser un hombre generoso que siempre ha apoyado numerosas actividades evangélicas, donando sus cuadros para el mercadillo solidario a favor de Turmanyé, realizando la serie Ichtus como ofrenda del Premio Jorge Borrow de Difusión Bíblica, o también ilustrando los carteles de los Encuentros Cristianos de Literatura, o el libro Los poetas y Dios, de Toral de los Guzmanes.
Miguel Elías es un amigo declarado de los evangélicos, y ello más de una vez le ha deparado comentarios adversos o irónicos. Pero sigue ofreciéndonos su apoyo incondicional.
Por ése y otros muchos motivos asistí a su exposición, abierta hasta el 24 de octubre y titulada
“Vislumbres de Brasil y un homenaje a Cláudio Aguiar”. Apreciando la misma, viéndole con su amigo brasileño (también con sus esposas e hijos) y escuchando su presentación, tuve tiempo para meditar sobre ese lazo fraternal que trenza la genuina amistad.
Ampararse en la fraternidad es la mejor elección para que la existencia no termine masticada por las fauces de los caínes que pululan por doquier, o también, por los múltiples afanes cotidianos. Y es la hermandad de un amigo la que con Amor transforma todos los quebrantos, todos los olvidos, todas las posibles postergaciones.
Esta fraternidad está hecha de Espíritu que el tiempo no descarna. Su argamasa no permite que traspase el infame resplandor de la envidia. Perdura y perdura hasta la última aspiración que oxigene los pulmones.
Para quienes leemos la Biblia, no para saberla sino para aplicarla, no nos es ajeno el magnífico proverbio que dice: “El hombre que tiene amigos ha de mostrarse amigo;/ Y amigo hay más unido que un hermano”.
Así se siente
el pintor Miguel Elías con relación a su querido amigo Cláudio Aguiar, el escritor brasileño que hoy ocupa la presidencia de la Fundación Cervantes de la Biblioteca Nacional de Brasil, además de presidir el Pen Club de Escritores de su inmenso país. Cuando él vino a Salamanca para realizar estudios doctorales, ya era un novelista reconocido, pues en 1982 había obtenido el Premio Nacional de Literatura “Jose Olympo” por su novela “Caldeirao”.
Y aquí
se hicieron amigos el pintor y el escritor, hace ya más de cinco lustros. Lo cuento no por datos a mí proporcionados, sino porque los conozco desde esos mismos años. Y así como la amistad es realmente positiva para las relaciones humanas, también puede ser cegadora cuando se trata de valorar la obra o las actitudes del amigo-hermano. Se confunden los logros, se realzan aportes de pacotilla, se velan defectos insoslayables…
Pero en la exposición que comento, por méritos propios, todo ello no se presenta, pues ambos, el artista y el escriba, tienen una larga obra premiada y elogiada. La exposición es, simplemente, una hermosa ocasión para el abrazo y el connubio espiritual. Es motivo para el reencuentro tras largos años. Y es, sobre todo, una muestra de admiración de Miguel Elías hacia el país de su grande amigo.
De esta forma,
a través de sus magistrales trazos o de sus esculturas en tela reciclada, el artista extrae de sus entrañas lo mucho que ha leído y visualizado Brasil. Pinta un retrato de Aguiar sobre las páginas de uno de sus libros de ensayo, que encolados, le sirven de tela. No un libro cualquiera, sino el titulado “Los españoles en Brasil”, sobre el flujo migratoria de aquí para allí. Y Luego una mujer de Bahía, conmovedora mujer negra; o también a un joven que carga agua para las favelas…
Una exposición que merece ser apreciada. Invito a ello. Mientras, yo sigo viendo el abrazo entre Miguel Elías y Cláudio Aguiar, entre España y Brasil, entre pintura y literatura…
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