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El corazón del que cree en Cristo

a Pedro y Asun, tan queridos
EL SOL DE LOS CIEGOS AUTOR Alfredo Pérez Alencart 01 DE MAYO DE 2012 22:00 h

Cuán poderoso resulta el Evangelio para atender las cuestiones del hombre en sociedad. Hoy -más que en años pasados, cuando la bonanza nublaba la vista y endurecía el corazón anhelante de bienes-, importan las señales y los hechos del Jesús que mansamente cambió la historia de este mundo. Otra cosa es la práctica auténtica de los que se estiman cristianos, de los que se dicen seguidores del Amado galileo, aunque cuestionan el derecho a la vida del extranjero enfermo, por ejemplo, y desdeñan arcadias u utopías con una facilidad sólo creíble en quienes no han conocido a Cristo.

Pero no debo (ni quiero) juzgar la pureza de la fe de nadie, una fe que nunca debería quebrarse por demagógicas leyes terrenales que buscan enfrentamientos contra los más débiles, sin percatarse que, tarde o temprano, todos los sectores se irán debilitando y ya no habrá quien los defienda, cuando les llegue el turno, que llegará. Pero sí conviene repetir un fragmento de la Palabra de Jesús, muy conocido, aunque últimamente relegado a unos minutos del domingo, y dentro de las capillas: “… fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis”.

Por ello, el mejor testimonio de la fe es que resulten visibles las brasas del amor que comparte lo poco o mucho que se tiene. Esa gran temperatura del obrar con fe es la que otorga pulso de realidad al cristianismo de hoy y de mañana;esa decantada pureza conquistará el corazón de quienes desean ser fuertes sin prepotencia; indemnes a las iniquidades que cotidianamente van golpeando su existencia.

Las palabras tienen la curiosa costumbre de habitar el corazón del hombre. Por ello, los amanuenses del Evangelio supieron transcribir todas las especificaciones de querencia y advertencia que nos dejó en herencia el Cristo indestructible, máxima referencia carnal de una divinidad que no se queda en el lenguaje, pues sabe pasar a la acción en este presente renovado, entrañado en el corazón de aquellos que -para salir de cualquier crisis- no necesitan de una brújula, sino de la lectura de sus Parábolas y de sentir y/o presentir todo el bien que Él hizo con los más necesitados.

Cuando el hombre pasa por graves problemas y sus días se llenan de adversidades, tiene en el joven Dios la benigna fuerza para atravesar cualquier desierto y para soportar sus horas negras. Cristo es la respuesta cuando sus mosaicos se rompen, cuando la vida rígida le parece una pesadilla o, al menos, una insoportable prueba de resistencia.

Les pongo un ejemplo. César Vallejo fue un destacable poeta peruano que padeció innumerables necesidades materiales durante su vida en París, donde finalmente murió el año 1939. El entonces pobre y enfermizo Vallejo es hoy considerado como uno de los más notables poetas en lengua castellana. Copio parte de una carta suya, fechada el 5 de noviembre de 1924. La escribe desde el Hospital de la Caridad, Sala Boyer, cama 22. Dice a su amigo Pablo Abril de Vivero, diplomático peruano en Madrid: “Pablo: Hay gente dura y cruel en el mundo. Hay dolores que espantan, y la muerte es un hecho evidente, pavoroso. Hay gente dura de corazón, y uno puede morirse de miseria. Bueno. Pero qué se va hacer. Vuelvo a creer en Nuestro Señor Jesucristo.Vuelvo a ser religioso, pero tomando la religión como el supremo consuelo de esta vida. Sí. Sí. Debe haber otro mundo de refugio para los que mucho sufren en la tierra. De otra manera, no se concibe la existencia, Pablo”.

“Hay gente dura de corazón”, recuerda el poeta, pues esta expresión nos viene de tiempos antiguos. Desde sus primeros libros, la Biblia nos expone que las Sagradas Escrituras conceden un sitial preferente al corazón del hombre. A él habla Dios por medio de sus profetas, como cuando Ezequiel anota esa voluntad del Señor por mejorar el corazón de su pueblo y revitalizarles su espíritu: “Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne” (Ez.11: 19).

¿Por qué al corazón y no al cerebro? Es conocida la máxima del filósofo Pascal: "El corazón tiene razones que la razón ignora".Pues bien, en ese misterio que todavía es el ser humano, los científicos van descubriendo que la razón, para que exista como tal, se estructura sobre las emociones. Esas expresiones respecto al corazón, que se oían como si fuesen metáforas o licencias poéticas, cada vez resultan más certeras en fondo y forma.Estudios realizados en un instituto médico de California, concluyen que el corazón contiene una gran cantidad de neuronas y neurotransmisores al igual que el cerebro.Esto permite que el corazón procese información, aprenda, recuerde y produzca emociones.

La Biblia, decía, está repleta de referencias al corazón del hombre. No pretendo hacer inventario de ellas, pues quien las necesite puede acercar sus ojos a un ejemplar con concordancias, e ir haciéndolas suyas, una a una. Pero sí deseo recordar algunas que me han marcado de forma indeleble, especialmente desde que comencé a seguir la estela de Jesús, un Cristo que, como sabéis, no estuvo en la tierra para cambiar los Estatutos, sino para hacerlos cumplir, como también hizo su seguidor Lutero y como pretendemos hacer sus epígonos. Desde antes de Jesús viene la Palabra de Dios; por ello, en el Libro de Proverbios podemos leer una sentencia inolvidable:Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad; átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón; y hallarás gracia y buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres” (Proverbios 3: 3-4).

“Escríbelas en la tabla de tu corazón”. En la memoria del corazón debemos aquilatar toda verdad y toda misericordia, esas floraciones rotundas del amor que Cristo supo trasmitirnos como denodado latido para quien le sigue con fidelidad. Aquilatemos ese amor, para que en nosotros no encallen las palabras del profeta Isaías:“Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado” (13: 13); no caigamos en los errores del pueblo de Israel, como recuerda Oseas: “Yo te conocí en el desierto, en tierra seca. En sus pastos se saciaron, y repletos, se ensoberbeció su corazón; por esta causa se olvidaron de mí” (13, 5-6); hagámoslo nuestro el amor no sólo en su vertiente de amor sexual, tan necesario para el ser humano, tan fuerte, como reconoce el poeta Salomón, en su Cantar de los cantares: “Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor” (8: 6). Sean nuestros, hasta el fin de los días esos dos mandamientos fundamentales que consolidó Jesús: el amor a Dios y el otro, semejante, el amor al prójimo como si de uno mismo se tratara. Pero hagámoslo de corazón y de palabra, tal como recomienda el apóstol Pablo: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación (Rom. 10:10).

El rey David, quien dedicó su poesía al servicio de Dios, escribió un salmo de arrepentimiento y purificación. Atiendan uno de sus versos: “Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (51: 17). En el Eclesiastés, su hijo Salomón es el Predicador que confiere a su corazón la encomienda de aclarar con sabiduría esa vanidad de vanidades que le acosa como hombre. El Predicador dice, por ejemplo: “Y di a mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo… Hablé yo a mi corazón, diciendo… Y dediqué mi corazón a conocer… Dije yo a mi corazón… Propuse a mi corazón… Entonces dije yo a mi corazón: como sucederá al necio, me sucederá también a mí… Volvió, por tanto a desesperanzarse mi corazón acerca de todo el trabajo en que me afané… Me volví y fijé mi corazón para saber y examinar e inquirir la sabiduría y la razón, y para conocer la maldad de la insensatez y el desvarío del error”. Y también ofrece consejos generales, destinados a los otros que deseen escuchar, como por ejemplo: “El corazón de los sabios está en la casa del luto; más el corazón de los insensatos, en la casa en que hay alegría… Tampoco apliques tu corazón a todas las cosas que se hablan, para que no oigas a tu siervo cuando dice mal de ti; porque tu corazón sabe que tú también dijiste mal de otros muchas veces…”.

Ahora es momento de volver al paradigma de nuestra fe, al Cristo que es amparo seguro en todo tiempo y situación. Hoy los tiempos traen tormentas financieras, crisis económicas, desempleo por doquier. No realizaré un análisis sobre los numerosos motivos que desencadenaron tal ola de malas noticias, pero lo cierto es que buena parte de ellos se deben a la crisis del corazón del hombre, donde la codicia y el consumismo a ultranza puede llevarnos al desvarío, máxime si un buen número de dirigentes políticos y banqueros internacionales “Llegaron –como dice el profeta Oseas- hasta lo más bajo de su corrupción” (9: 9).

Mas no carguemos culpas sólo en los otros. A veces olvidamos que Jesús no tenía dónde recostar su cabeza: iba de casa en casa para cumplir con su misión, pero no tenía un techo propio. Por eso entendía a los desprotegidos, a esos excluidos o marginados que sólo desdén o piedras recibían de sus semejantes. Pero no pretendamos poseer cosas más allá de nuestras posibilidades; no vayamos más deprisa cuando los ingresos aconsejan lo contrario. Lo suficiente, lo necesario: eso pidamos; eso anhelemos. Si llega más, mucho mejor, porque así habrá algo para compartir. Esto es lo que aconsejaba Jesús: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo… Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt. 6: 19-21).

Hoy muchos atraviesan problemas económicos, pero también espirituales. Cada quien debe escoger su camino, y sentirse con Cristo (o sin Él). No seré yo quien recomiende algo que el corazón del otro no desea. Los cristianos respetamos la decisión de los demás, porque hay que estar con el prójimo y ayudarlo en lo que se pueda, y más, sin importar banderas o ideologías. Nos importa mucho más la palabra del revolucionario Jesús, del subversivo del amor, de aquel que dice a toda hora: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mat. 11: 28-30).

Algunos que descreen todo, escucharán sin querer comprender. Es común esta actitud, frecuente en la historia de los pueblos, porque nos han enseñado a estar sordos y ciegos a la gracia profunda del amor de Cristo. El evangelista Marcos escribe: “Y estaba asombrado de la incredulidad de ellos” (6: 6), comentando la reacción del propio Jesús ante su pueblo.

Pero no descrean de lo mucho que puede hacer Jesús por quienes están trabajados y cargados, llenos de problemas de diversa índole. Sepan que el cristianismo que práctica lo que hizo su Señor, tiene como herencia la justicia milenaria y la crítica hacia todo aquello que signifique oprobio y menoscabo de la dignidad humana. No es buen cristiano quien sólo de boca dice creer en Dios y luego práctica lo contrario. Ya Isaías trasmitía el pesar de Dios al respecto: “Porque este pueblo se acerca a mí con su boca y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado” (29: 13). No se trata de estampitas ni de crucifijos; tampoco de amenes: se trata de manifestaciones profundas de la fe, hechas externas hacia el prójimo. Se trata de no profanar ese Mandamiento Supremo, por todos conocido, pero por pocos ejercitado.

Respecto a los precedentes de Jesús, recordemos algunos pasajes. Como cuando Jeremías escribe: “¡Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo!” (Jer. 22: 13). O el mismo Isaías, hablando por el Señor: “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados (57: 15). Y también esta otra advertencia:“¡Ay de ti, que saqueas, y nunca fuiste saqueado; que haces deslealtad, bien que nadie contra ti la hizo! Cuando acabes de saquear, serás tú saqueado; y cuando acabes de hacer deslealtad, se hará contra ti” (Is. 33: 1).

Y más, en Isaías: “He aquí que el día de vuestro ayuno buscáis vuestro propio gusto, y oprimís a todos vuestros trabajadores. He aquí que para contiendas y debates ayunáis… ¿No es más bien el ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de la opresión y dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en casa; que cuando veas al desnudo lo cubras, y no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto; e irá tu justicia delante de ti…” (58 7-8).

Y qué de las Parábolas de corazón adentro. Sólo alguien puro como Jesús pudo decir aquellas Palabras que cambian nuestras vidas. Dios siempre usó de las Parábolas, como nos los recuerda Oseas: “Y he hablado a los profetas, y aumente la profecía, y por medio de los profetas usé parábolas” (Oseas 12, 10).

Somos cristianos de muchas partes del mundo. Unos vamos y otros llegan. Otros se van y uno llega. Pero cuando estamos en la Casa de Dios, ¿siempre hallaremos hospitalidad, regla sagrada de nuestro pueblo? O al menos, ¿sería posible no oír el mismo rechazo feroz que se vocifera en una sociedad aturdida y/o exasperada. Nunca deberíamos tratarnos como foráneos, de acuerdo con Pablo: “No sois extranjeros ni advenedizos” (Efesios 2, 19). O también: “No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles… Sean vuestra costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que pueda hacer el hombre” (Hebreos 13).

En el corazón de la Palabra está el maná que sacia el hambre de los que hoy están casi llorando de hambre.

Cristo es el prójimo que ausculta nuestro corazón creyente.
 

 


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