Deberíamos vivir con un corazón enamorado de la Vida, con mayúsculas, que es el Señor Jesús.
La atleta Betty Cuthbert ganó cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956, en los 100 y 200 metros y en el 4 x 100 relevos, y en los celebrados en Tokio en 1964, en la carrera de 400 metros. «Nunca corrí por algo en concreto, siempre tuve esa habilidad», declaró recientemente en una entrevista. «Después de ganar tres medallas de oro, cuando corrí en Roma (1960) fui eliminada a las primeras de cambio y creí que tendría que retirarme. Pero me propuse llegar al oro en los 400 metros, y Dios me ayudó. En 1969 me diagnosticaron una esclerosis múltiple y ahora tengo que utilizar una silla de ruedas. Todo es nuevo para mí».
Resulta cuanto menos curioso que casi siempre tengamos que perder lo que merece la pena para comprender lo importante que era para nosotros y nunca habíamos reconocido. Damos por sentadas demasiadas cosas. Pensamos que la vida, el disfrutar, la salud, el poder caminar, hablar, ver, tocar, oír o sentir son situaciones y circunstancias que nos pertenecen y que casi no tienen valor, sin darnos de cuenta que esas son precisamente las más importantes.
Muchas veces, cuando queremos disfrutar de la vida que Dios nos ha regalado ya es demasiado tarde. Deberíamos comenzar por el principio. Tendríamos que aprender a agradecer cada minuto de nuestra vida y cada sensación genial que tenemos el privilegio de disfrutar. Deberíamos vivir con un corazón enamorado de la Vida, con mayúsculas, que es el Señor Jesús.
Disfrutamos cuando amamos. Si amamos, aprendemos a disfrutar. Nadie nos puede obligar a ninguna de las dos cosas: ni a amar, ni a disfrutar. Y algo tan sencillo como eso es parte del examen más importante en nuestra vida cristiana: ¿hacemos lo que hacemos por amor o por obligación?
Leer la Biblia, orar, adorar, servir al Señor, compartir el evangelio, ayudar a otros… Si todo nos suena a obligación, nuestra motivación no es buena. Si lo sentimos como una necesidad, vamos por buen camino, pero todavía no hemos llegado a la meta. Si lo hacemos por amor, nuestra vida encontró su sentido, y vamos a disfrutar a pesar de que las circunstancias, a veces, no sean del todo buenas.
Si amamos a Dios, nos encantará contarle todo; vivir en su presencia, buscarle en cada momento para saber lo que piensa. Estaremos deseando conocer su voluntad, porque deseamos pasar tiempo con él. Nos apasionaremos con el Señor, incluso de una manera pública, como David, que no pudo parar de danzar al saber que la presencia de Dios le acompañaba. A pesar de todos sus fallos, Dios dijo que era un hombre conforme a su corazón. David vivía entusiasmado con su Creador.
De eso se trata la relación con Dios. Se trata de vivir bajo los dictados del amor, como un matrimonio experimenta, o como disfrutan dos amigos del placer de estar juntos. A propósito, esos dos ejemplos los puso el Señor Jesús en su relación con nosotros: «Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor» (Juan 15:9). Alguien que nos ama de esa manera lo merece todo.
Pero no lo hacemos por obligación o necesidad, sino por amor. ¡No puede ser de otra manera!
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