Este hombre es, hoy día, el Hombre que el ser humano necesita.
El Credo apostólico da continuación a la humanidad de Cristo. El texto dice que nuestro Señor "nació de santa María virgen". Esta frase del Credo enfatiza el nacimiento histórico de Jesús.
Jesús vino al mundo de la carne en un lugar geográfico concreto, en un momento exacto, y nació de una mujer virgen. Todo ello se explica con abundancia de citas tanto en las profecías como en los Evangelios y en las Epístolas. Todos los detalles relacionados con Su encarnación fueron previstos en el plan profético de Dios y nada quedó al azar de las circunstancias.
Como Dios, vivía eternamente en su naturaleza divina; como hombre, se apropió temporalmente de su naturaleza humana.
El misterio, para mí, no está en Su divinidad, sino en Su humanidad. Yo no me pregunto si Cristo es o no es Dios. Lo que a mí me maravilla es que Dios se haga hombre y nazca de "santa María virgen".
El profeta Isaías dice que el niño que nacería en el pesebre sería "Emanuel" (Mateo 1:23), es decir, Dios, Dios con nosotros. Dios haciéndose hombre y bajando a la tierra. Esto está suficientemente claro en la epístola de Pablo a los filipenses, que es un pasaje fundamental al hablar de la doble naturaleza de Cristo en la tierra. Pablo dice que Cristo existía "en forma de Dios" (Filipenses 2:6). He aquí cómo explicaron los reformadores esta expresión: "La forma de Dios significa aquí la majestad; del mismo modo que nosotros reconocemos su nombre por la forma de su aspecto, o, para emplear otra figura, del mismo modo que la forma de rey sería el aparato y el esplendor que le rodea, el cetro, la diadema, el manto real, del mismo modo la gloria con que Dios resplandece es Su figura, su forma. Cuando Dios se manifiesta por sus gracias tiene solamente la forma y la esencia; no puede manifestarse como Dios y no serlo".
De esta "forma de Dios", de esta realidad de la esencia divina. Cristo "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres" (Filipenses 2:7). El despojamiento fue un acto voluntario. Se despojó "a sí mismo". Se autolimitó para mejor cumplir su misión y llegó a ser "semejante a los hombres". Semejante no quiere decir igual en todo a los hombres. Se identificó con la naturaleza humana, pero sin perder la divina. Porque si en los Evangelios le vemos actuando como hombre, también le vemos obrando como Dios. Y Pablo lo pone de forma que no cabe refutación posible cuando escribe que "en El habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Colosenses 2:9). Es decir, que en su cuerpo de hombre se encerraba la vida de Dios.
El Dios revelado, el Cristo encarnado, es también el hombre compasivo. Siempre me ha entusiasmado la presentación que hizo Pilato de Jesús cuando le sacó a la multitud después de haberle azotado. "¡He aquí el hombre!", dijo el mandatario romano (Juan 19:5). Aquel Hombre que presentaba Pilato no tenía en sus labios una sonrisa fresca. No estaba cubierto de seda. No batían los tambores en torno a Él. No gritaban sus seguidores por verle en olor de multitud. No le protegían los guardias para evitar que se llevaran como recuerdo, a tirones, trozos de sus vestiduras. No. Todo lo contrario. Aquel Hombre llevaba sobre su cabeza una simbólica corona de espinas que le hería la carne. Aquel Hombre tenía sobre sus espaldas llagadas un burlesco manto hecho de púrpura. Aquel Hombre tenía su cuerpo doblegado por el peso de los castigos físicos y morales que ya le habían infligido. Aquel Hombre era una sombra de hombre. Pero aquel Hombre era también el más grande entre los hombres que en el mundo han sido. Este hombre es, hoy día, el Hombre que el ser humano necesita. Este Hombre colma todas las ambiciones. Llena todos los ideales. Es incapaz de traicionar. Está deseando ayudar a quien le pida socorro.
Este Hombre es también Dios. Es la segunda Persona en el misterio bíblico de la Trinidad. Pero como Dios no lo quiero presentar aquí, ahora. No puedo pedir que se limite a un Dios. No quiero que se me reproche el jugar con ventaja.
Hablo de Cristo como hombre. Como el Hombre Verdad que necesita la humanidad. Dejando aparte sus atributos divinos, como hombre Cristo puede ser el ideal. Debe serlo. Como hombre, Cristo fue de una integridad moral absoluta. El diablo lo tentó, como a todos nosotros, pero venció la prueba. Sus propios amigos, y también sus enemigos, afirman que nunca cometió pecado, ni dijo una sola mentira, ni fue hallado engaño en su boca.
Como hombre, desde los doce años ya manifestaba preocupaciones metafísicas. Preguntaba, hablaba, comentaba y discutía de cosas que tenían que ver con el más allá. Él no se dejaba engañar por las cosas del mundo.
Sabía lo que quería en la tierra. Sabía de dónde había venido. A dónde iba. Cuál era su objetivo aquí. Como líder verdadero, tenía una conciencia clara de Su misión. Y ni por un momento la rehuyó: cuando llegó la hora "afirmó su rostro" para ir a Jerusalén (Lucas 9:51). Él tenía poder para entregar la vida y tenía poder para no hacerlo. El héroe verdadero nunca retrocede. Aunque las circunstancias le sean contrarias, no se deja vencer por ellas. El hombre-circunstancias, de Ortega, claudica ante la presión social. El hombre-hombre, no. Cambia las circunstancias con su influencia y las somete a sus propias convicciones.
Cristo encarna en Su persona los más elevados ideales humanos. Los grandes valores del espíritu del hombre están presentes en El. Su programa es una condensación de la auténtica filosofía de la vida. No hay hombre que pueda salir defraudado de la presencia de Cristo. Enseña a mirar la vida presente con ojos de confianza y a poner el objetivo último más allá de la vida misma. La verdadera vida del hombre, en el pensamiento de Cristo, no consiste en la abundancia de los bienes que se puedan poseer. El afán y la angustia por la subsistencia no deben turbar el espíritu más de un solo día, porque a cada día es suficiente su propia preocupación. Los temores ante la incertidumbre del mañana se vencen buscando en primer lugar el reino de Dios y su justicia.
Cristo ofrece el descanso para todas las inquietudes del alma, da una paz que hace irradiar todo el ser. Una paz que es enteramente distinta a la que proclama ese coro de vociferantes personas que nos rodea. Un descanso que nadie más nos puede ofrecer. Cristo nos da aún más; nos da luz porque Él es la luz del mundo. Nos señala un camino en el que no hay tropiezo. Nos ofrece una verdad sin mistificaciones. Nos hace entrega de una vida aquí, en la tierra, más alegre, más tranquila, más feliz, y que se prolonga en el más allá sin límites.
Cristo es el Hombre. Es el Caudillo para nuestras vidas. Es el Personaje, vivo en nuestros días, al que podemos imitar sin temor alguno al engaño, sin temor a que nos defraude, sin temor a equivocarnos.
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