Necesitamos entregar en las manos del Padre no solo todo lo que nos preocupa, o lo que no podemos solucionar, sino nuestra vida por entero.
A pesar de haber jugado en los años cincuenta, Ladislao Kubala sigue siendo una referencia como futbolista dentro de la historia del FC Barcelona. Además de sus cualidades técnicas, era un jugador que lo daba absolutamente todo en el campo. Para recordar un solo ejemplo, durante la final de Copa de 1954 contra el Athletic de Bilbao, un jugador cayó sobre su rodilla y se la rompió. Kubala quiso que se la vendaran casi hasta el tobillo y siguió jugando los setenta minutos que quedaban hasta el final del partido. Después se supo que tenía la llamada tríada y tardó varios meses en recuperarse.
Los héroes viven de esa manera. Cuando creen que algo es importante, lo hacen y no importa el dolor o el sufrimiento. Creo que, en ese sentido, todos somos héroes, porque todos hemos pasado por situaciones en las que teníamos que seguir adelante pasara lo que pasara. Y lo hicimos.
La última frase que el Señor Jesús pronunció en la cruz, nos muestra el Amor que confía. El amor que sufre y no le importa llevar el dolor. Y sobre todo, el Amor que descansa, que se entrega en las manos del Padre después de haber cumplido su obra. El Amor que triunfa a pesar de todo el sufrimiento. «Y Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró» (Lucas 23:46).
Ese fue el momento clave en la historia de la humanidad. El Dios Trino fundiéndose en un abrazo eterno después de haber cumplido una obra imposible de comprender para nosotros, pero que da libertad al mundo. El Hijo entrega su espíritu en manos del Padre. El Padre resucita a su Hijo por el poder el Espíritu Santo. La muerte está vencida para siempre. La sangre del Señor Jesús es la de un vencedor: sangre que nos da vida a todos.
Alguien definió ese momento como «la muerte de la muerte en la muerte de la Vida». Después de haber vencido al pecado y a la muerte, el Señor Jesús entrega su espíritu en manos del Padre. Dios Padre le resucita. Todos los escritores del Nuevo Testamento nos lo recuerdan una y otra vez, porque ese simple hecho cambió la historia de la humanidad. La muerte ya no puede vencernos. El pecado no tiene poder sobre nosotros. El maligno no puede tocarnos.
La historia nos dice que el Señor primero inclinó su cabeza y después expiró. Como si le estuviera dando permiso a la muerte para que tomara su cuerpo. Era él mismo el que entregaba su vida, nadie podía quitársela. Sigue siendo Dios mismo hecho hombre, pero ahora coronado como Vencedor, y un día (¡muy pronto!) así volverá, como Rey de reyes y Señor de señores.
Ese Amor que confía tiene mucho que decirnos a cada uno de nosotros. Necesitamos descansar en nuestro Padre en todas las circunstancias, ocurra lo que ocurra. ¡Siempre! En esta vida y aún más allá de la muerte. Necesitamos entregar en las manos del Padre no solo todo lo que nos preocupa, o lo que no podemos solucionar, sino nuestra vida por entero.
Entregarnos a él y descansar en su Amor. Vivimos literalmente en sus manos.
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