La película titulada “Incondicional” está dirigida por Brent McCorkle y narra dos historias paralelas y reales, una de ellas la de Joe Badford, un hombre que dedica su vida a ayudar a niños huérfanos en barrios desfavorecidos y al que ellos llaman “Papa Joe”.
La verdad es que no puedes perderte ni un solo detalle de la trama porque es una de esas películas que hay que ver como sea, pero la última frase de la película es genial: “¿Y si supieras que el amor de Dios es incondicional? ¿Y si un día al despertarte te dieras cuenta de que no te lo pueden quitar?
Todos los niños sueñan. No importa el lugar, la familia, la cultura o las circunstancias; cada vez que nace un niño, comienza a brillar un sueño. Dios nos regala la vida a todos, y junto con ella comparte la imaginación creativa de su propia esencia. Esa es una de las razones por las que cada persona es única: cada uno de nosotros vive el universo a su manera y siente cada instante de su vida como ninguna otra persona puede ni siquiera imaginar. Cada uno de nosotros escucha la voz de Dios con su música eterna abrazada al sueño más profundo de nuestro corazón.
“Te llamarán (…) Restaurador de calles donde habitar" (Isaías 58:12)
Todos tenemos también una calle dónde habitar, un sendero en nuestra vida: física y espiritualmente. El pragmatismo y consumismo desaforado de nuestra sociedad nos lleva a pensar siempre en metas, objetivos, propósitos y números conseguidos. Sin embargo, Dios nos creó para vivir soñando, imaginando, relacionándonos con Él y con todos los demás. Es curioso, pero hasta cuando leemos la Palabra de Dios, somos incapaces de reconocer que vivimos recorriendo un sendero: no fuimos creados para conseguir algo, sino para disfrutar de la relación con nuestro Creador en cada momento de nuestra vida. Vayamos por dónde vayamos.
Por eso
el Señor Jesús dijo un día que Él era el camino, y no la meta. No se trata de llegar a algún lugar, sino de vivir día a día en compañía con Él. La plenitud de nuestra vida no depende de los cientos de objetivos que conseguimos, sino de los momentos que pasamos al lado de nuestro mejor Amigo. Esa es una de las razones por las que lo mejor que podemos hacer por los demás es ayudarles a restaurar las calles en las que habitan.
Vivimos en una sociedad terriblemente injusta precisamente porque nos preocupamos más de lo que es nuestro, que de ver cómo están los demás. En cierto modo, no importa si nuestra motivación es correcta o no, porque muchas veces aquello que perseguimos siembra destrucción a los que nos rodean. Pensamos que somos buenos cuando damos una pequeña ayuda a los demás, sin reconocer que gran parte de nuestra vida es un engaño permanente: en el nombre de la sociedad, de las organizaciones, de la religión, del bien común, y ¡hasta en el nombre de Dios mismo! Trabajamos por conseguir nuestras metas personales, económicas, sociales y espirituales, sin preocuparnos que las calles que estamos construyendo implican la destrucción de la vida de los que menos tienen y el maltrato físico, psicológico, social y espiritual de los más desfavorecidos.
Nos sentimos los más misericordiosos de la tierra cuando damos unos cuantos euros a los necesitados, o ideamos un plan para que durante unos cuantos meses puedan tener algo que comer; sin reconocer que
lo que Dios espera de nosotros es que restauremos las calles dónde habitan; que seamos capaces de implicarnos en y con los que sufren; que renunciemos a gran parte de nuestras ganancias y propósitos con el fin de ayudar a soñar a los oprimidos, hambrientos y solos. Se trata de que todos en nuestro mundo puedan vivir en calles que dispongan ¡cómo mínimo! de agua, luz, servicios sanitarios, etc. pero t
ambién estamos hablando de restaurar los senderos espirituales: los sueños que brotan del alma de cada persona.
Quizás no tenemos el poder para cambiar las estructuras que eternizan la pobreza, aunque nosotros mismos las hemos creado y las defendemos con uñas y dientes, porque al fin y al cabo vivimos dentro de ellas (cualquiera que esté leyendo estas palabras tiene una capacidad económica superior a más de seis mil millones de personas en el mundo ¡cómo mínimo!); pero al menos podemos hacer algo importante en la vida de los más pequeños: podemos restaurar sus sueños.
Podemos recordarles la capacidad que Dios les ha dado para imaginar y soñar, y al mismo tiempo entregarles los medios estructurales para hacerlo.
Podemos ayudarlos espiritual, física y económicamente para que sepan que lo que Dios quiere es que revolucionemos el mundo y lo hagamos más justo, más solidario, más soñador. Podemos abrazarlos y darles todas las fuerzas que tenemos para que jamás piensen que es imposible llegar a ser aquello que Dios puso en su corazón.
Podemos vivir menos preocupados por nuestras metas y más comprometidos con una tierra que Dios va a transformar por completo un día sí, pero que ahora necesita imperiosamente que muchos de sus hijos dejen de vivir en las nubes para ponerse a trabajar restaurando calles dónde habitar: tanto las que tenemos cerca como las que están lejos… ¡Incluso aquellas a las que jamás imaginamos que podríamos llegar!
Todos tenemos mucho más de lo que necesitamos. Sé que creemos que tenemos derecho a ello porque hemos trabajado duro en nuestra vida, pero no debemos olvidar que vivimos muchísimo mejor de lo que jamás habríamos imaginado.
Nuestra obligación es olvidar lo que creemos que es nuestro y dejar de medir nuestra vida en base a ganancias y ostentación aparente, para comenzar a soñar. Sólo los que sueñan son capaces de cambiar el mundo. Sólo los que ayudan a soñar a otros rebosan la esperanza que hay dentro de su corazón.
De eso se trata el amor, de restaurar sueños y cumplirlos. Se trata de sentirse tan llenos de la gracia de nuestro Creador, que todo lo que no sea ayudar y abrazar pase a un segundo plano. Se trata de vivir con el Salvador día a día, momento a momento, de tal manera que la compasión de su corazón sea la misma que la nuestra, ¡Tanto que no seamos capaces de identificar dónde termina Él y dónde comenzamos nosotros!
Se trata de
dar a cada niño en el mundo la posibilidad de vivir y cumplir los sueños que Dios le ha dado, esté dónde esté y sea quién sea. Estamos hablando de renunciar a lo que derrochamos para regalarles la vida a los que tienen menos que nada.
Si no lo hacemos, los niños dejarán de imaginar y soñar… y en ese momento todos (seamos quienes seamos y tengamos lo que tengamos), habremos perdido toda esperanza
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