El cristiano también es libre en Cristo en lo que come.
Así que nadie os juzgue a vosotros por lo que coméis o bebéis, o con respecto a días de fiesta religiosa, de luna nueva o de reposo. Todo esto es una sombra de las cosas que van a venir; la realidad se halla en Cristo.
Colosenses 2:16-17
Hoy de nuevo regreso un poco atrás, porque en este estudio, digamos, orgánico de la carta a los Colosenses lo que más me está sorprendiendo es que muchas veces las cosas del día a día hacen que me acuerde y que aplique textos que he ido leyendo en la carta. Este es un fenómeno sorprendente y muy agradable que le pido al Señor no perder nunca en la vorágine del día a día.
Hace unos días encontré un artículo de la página de El Comidista de El País llamado “Contra el fanatismo antigluten”, que de por sí es un artículo muy interesante. Tengo gente muy cercana que es celíaca y soy consciente, al menos un poco, de la lucha que les causa no poder comer gluten en una sociedad donde la comida es omnipresente. Yo el otro día, para poder invitar a merendar a una amiga celiaca, me tuve que inventar la receta, básicamente; y aun así, con el temor de que el experimento saliera rana, y a pesar de mis limitados conocimientos de cocina, quedó rico. Pero me imagino lo que es aplicar ese esfuerzo e incertidumbre a cada comida, a cada momento de tu vida, mientras intentas hacer una vida normal. El artículo habla no de quien es celíaco y no puede comer, sino de quien adopta la moda y se deja convencer de que para él es algo malo lo que no lo es.
Pero lo que más me sorprendió (y por eso lo menciono aquí) es que el autor citaba la obra de Alan Levinovitz, de la Universidad James Madison, que no era experto en nutrición, sino en religiones orientales, y en cuyo libro había investigado la relación entre las modas y las tendencias que restringen la participación en ciertos alimentos y la devoción espiritual. Y resulta que es una mezcla sorprendente.
Por otro lado, también pensé en escribir esto hoy porque en el artículo de la semana pasada el feedback de los lectores me sorprendió. Yo hablaba de cómo la publicidad y la sociedad del consumo desmesurado son “las cosas de abajo” que no nos permiten centrarnos “en las cosas de arriba”, y cómo entender que es esto, y no ninguna expresión artística o cultural, lo que nos aparta de Dios. Y al hablar del tema de la alimentación apenas por encima, me empezaron a llegar comentarios de gente sorprendida y aliviada.
No, no pensamos en que la comida que comemos hoy tenga nada que ver con nuestra vida de fe; no hacemos la asociación de forma lógica porque el verdadero cristianismo no es una religión como las demás. Nosotros no estamos bajo la ley del Antiguo Testamento de no comer cerdo, o marisco, u otros animales. La visión que tuvo Pedro en la azotea de la casa de Hechos 10:9-16 es nuestra norma: “Lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro”. Y quizá no somos conscientes de la maravilla para la libertad que suponen esas palabras. No hay ninguna religión en el mundo que no tenga restricciones de comida como un medio para ponerse en paz con la divinidad. En cualquier sistema religioso, por norma general, hay algo que no se puede o no se puede comer, aunque sea en ciertos momentos de año. Pensadlo: los hindúes con las vacas, los musulmanes y judíos con el cerdo. Entre un millón de ejemplos. En cualquier sociedad, siempre que se haya desarrollado un sistema religioso, siempre vendrá acompañado por restricciones alimenticias. Excepto el auténtico cristianismo. Quizá sea porque de religión (entendida en estos términos) tiene poco.
Lo que se hablaba en el artículo era que este profesor experto en religión oriental había descubierto que en ciertas prácticas ancestrales chinas se repetían los mantras que nos llegan hoy por la televisión y la publicidad: “Hace unos 2000 años, un grupo de monjes aseguró que si dejábamos de comer grano viviríamos para siempre, tendríamos la piel perfecta, superaríamos cualquier enfermedad y podríamos volar y teletransportarnos”, nos cuenta el autor. “Un par de siglos después, la prohibición pasó del grano a la carne, pero las promesas eran las mismas. Los mismos monjes también ofrecían suplementos exclusivos, secretos y muy caros para los que realmente querían vivir para siempre”.
¿Y hoy en día?
Quizá no lo habíamos pensado, pero en el artículo que cito dicen algo interesante: “No paramos de recibir información sobre dietas contradictorias que prometen curarnos o protegernos de diversas enfermedades, diferenciarnos de la gente normal incapaz de ver ‘la verdad’. Purificación, limpieza, la existencia de alimentos limpios y sucios y, por supuesto, la inquebrantable fe de que consigues el poder de lo que comes”.
Quizá pensamos que vivimos en una sociedad atea, agnóstica en el mejor de los casos, alejada de cualquier religiosidad. Pero no es verdad, porque el ser humano es tozudo, y volvemos a los mismos cauces, igual que un río seco que se vuelve a inundar en una tormenta.
En el artículo de la semana pasada hablaba de lo dañina que es la publicidad, y justo un poco antes en Colosenses se advertía a los cristianos que no cayeran en la trampa de pensar que si comían o dejaban de comer estarían más cerca de Dios. No puedo evitar ver el paralelismo: hoy no pensamos que comer o no comer ciertos alimentos, esas dietas milagrosas que nos publicitan, nos vayan a acercar más a Dios; pero, asombrosamente, en una sociedad tan agnóstica e irreligiosa como la nuestra, nos ofrecen exactamente lo mismo que han ofrecido siempre las religiones: la salvación. Las dietas te ofrecen la salud perfecta, el peso ideal, liberarte de enfermedades (incluso del cáncer); hay alimentos que se deben comer y otros que se deben evitar, por épocas. ¿Quién dicta esas normas? Básicamente, la nueva religión de Occidente: la ciencia. Lo que dicen los científicos hoy en día tiene la misma validez moral que lo que decían los sacerdotes hace dos mil años. Confiamos en el método científico como la verdad absoluta, y en base a ello y a sus promesas de prosperidad adaptamos nuestras costumbres alimentarias. No me digáis que eso no se parece a una religión.
El tema es que a nosotros, como cristianos, toda la información que nos llega al respecto es muy contradictoria. Y deberíamos utilizar este texto de Colosenses como norma: que nadie nos juzgue. Porque hoy en día se nos juzga a todos en base a los postulados de la nueva religión científica.
Si Dios ya no toma en cuenta nuestra alimentación como norma para obtener la salvación (que solo es por Cristo), eso es así, radical y rotundamente, en todas las cuestiones que se refieren a la alimentación. El cristiano también es libre en Cristo en lo que come. Eso no quiere decir que no sea responsable de lo que come, sino que no debe dejarse llevar por la corriente, el mainstream, que le induce a pensar que corre peligro de muerte si no obedece las normas nutricionales de la industria, cada vez nuevas y más atrayentes, pero también más esclavizadoras (y más caras, claro está).
Si no debemos ser juzgados, también debemos ser conscientes de que esa norma se nos aplica a nosotros: tampoco debemos juzgar a los demás por lo que comen. Y soy muy consciente de en qué berenjenal me estoy metiendo. Me he pasado una semana decidiendo si publicar este artículo o no, porque sé que cada vez que hablo de esto asaltan decenas de comentarios de personas que se sienten atacadas por sus decisiones nutricionales; y quien se siente atacado tiende a atacar.
De hecho, ni ser carnívoros convencidos ni veganos crudívoros nos acerca o nos aleja más de Dios: porque el reino de los cielos no es comida ni bebida (Romanos 14:17). Y tomemos esa misma referencia de Romanos, igual que la de Colosenses, como norma, aplicándola a nuestra nueva religión predominante, el cientifismo salvaje. Si tu hermano es vegano y para él es importante, no le invites a tu casa a comer cochinillo. Puede que tú entiendas que tienes libertad para comer de todo, pero no le pongas tropiezo a él en su mente. Y lo mismo, si tú eres vegetariano y quedas a comer con tu hermano y él se toma una hamburguesa, no le juzgues ni le llames asesino de animales. Si a ti te gusta tomar un vaso de agua de limón en ayunas por las mañanas y te sienta fenomenal, pues gloria a Dios, pero no critiques al hermano que lo que quiere es un café en vena. Y, por favor, os lo pido en el Señor, no vayamos acusándonos unos a otros con artículos robados de páginas engañosas y de fuentes controvertidas acerca de lo “venenoso” que es comer cualquier cosa. Sé que esto puede ofender a muchos, pero os lo digo con humildad: vosotros no sabéis que comer ese alimento sea venenoso. De hecho, la gente lo consume y no se muere instantáneamente. Muy a menudo los supuestos estudios “científicos” están pagados por empresas afines a ciertas marcas de comida para defender sus ideales, y esta es la nueva religión que tenemos, la de los estudios y los contraestudios, la de la ciencia al servicio de las empresas, la de la publicidad salvaje y el consumismo absorbente. Los nuevos sacerdotes que nos prometen la salvación y la salud perfecta, alegrías sin fin y una vida digna de Instagram, no pueden prometernos la vida eterna. Lo que honra a Dios no es lo que comamos o no comamos, sino que seamos responsables con nuestra salud en una medida racional, y también le honra lo mucho que nos resistamos a someter nuestra libertad a nada que no sea él. La realidad se halla en Cristo, no en el supermercado.
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