Hay que estar comunicado, pero sabiendo el cómo, el con quién y el por qué.
Toda esta década pasada, especialmente por el vertiginoso crecimiento de las redes sociales en Internet, he tenido que capear no pocas presiones y/o tentaciones para adentrarme en ellas. No me resultó difícil dar la negativa a innumerables propuestas pues, aunque sea poco creíble tratándose de un ‘escriviviente’ cuyos textos circulan por muchos rumbos (también en el cosmos virtual), carezco hasta del más elemental teléfono móvil.
Siempre me pregunté si realmente lo necesitaba, toda vez que dispongo de un teléfono fijo en mi despacho de la Universidad y otro en casa: ¿Requería más artilugios, ya sabiéndome sedentario? La respuesta siempre ha sido un rotundo “No”. Pero cuidado, no se me estime como un intransigente tecnófobo. Soy consciente que móviles y redes sociales resultan no sólo necesarias sino imprescindibles para muchos congéneres que trabajan y hacen desplazamientos constantes, además de ofertar servicios o anuncios sobre uno u otro negocio.
Con esto quiero decir que la inmensa e insondable Red tiene muchas ventajas y facilita la comunicación en todo el orbe. Lo digo por experiencia personal, evidentemente: a diario recibo, al margen de comunicaciones propias a la órbita laboral, unos cincuenta correos de escritores, amigos o personas que desean contactar conmigo para publicar o traducir algunos poemas que he escrito en mi Salamanca. Después de la Imprenta de Gutenberg, Internet es la mayor revolución que ha conocido la humanidad, en lo que a difundir la escritura y todo lo demás (imagen, sonido…).
Pero la parte negativa es el creciente embobecimiento de miles, de millones de seres que impunemente usan estos medios para decir sandeces o pergeñar diatribas y patrañas, muchas veces desde el más abyecto anonimato. Y también para dar rienda suelta a sus envidias, fobias o rencores… O para exponer sus fotos hasta en las más absurdas ocasiones, ¡qué felicidad! Aunque luego, cuando su supuesta ‘intimidad’ resulta mancillada o se adentran en ella para rebuscar comprometedoras frases que demuestran la perversidad de sus reales pensamientos, estallan o se vuelven mansos corderitos, pidiendo perdón por todo lo pasado.
Y si hasta hace poco algún amigo todavía se sonreía de mí, cuando se enteraba que no tenía cuentas ni en Twitter, ni en Facebook, ni en Instagram…, que no mando WhatsApps porque no tengo un Smartphone de última generación ni un elemental móvil, pues ahora, cuando miles corren a borrar sus tuits ‘comprometedores’, van entendiendo mejor que yo siga leyendo a mi Píndaro de siempre o los últimos poemarios enviados por los amigos Antonio Salvado (este notable poeta lusitano no tiene redes ni correo electrónico, pero sí usa el móvil con frecuencia), José María Muñoz Quirós (este poeta abulense es otro de mi linaje, sin móvil ni nada que se le parezca, aunque ducho en el E-mail) o Jesús Hilario Tundidor (siempre luchando con los ordenadores hasta para contestar un elemental correo; pero ¡qué grande poesía escribe a mano este zamorano en Madrid!).
No estoy contra las redes sociales; es más, las aliento en quienes tienen tiempo y sapiencia para ‘navegar en ellas’ con seriedad, divulgando actos o hechos interesantes, que no el estornudo de hoy, el cotilleo de ayer o el paseíllo con Sutano o Mengano. No es un ‘ser de las cavernas’ quien nunca será un adicto al móvil o a las redes sociales. Tampoco se es ‘carca’ cuando se protege ciertos ámbitos que sólo conciernen al interesado y a sus más allegados.
Pero nadie está libre de caer en la Red, aunque nunca pretenda tener cuenta alguna. Ni yo mismo. Una mañana de mayo de 2014, al bajar a tomar desayuno en el hotel de Nazaret donde nos hospedaron para un encuentro internacional de poetas que se celebraba en Galilea, Barbara Pogacnick (poeta eslovena) comentó que me había mandado un mensaje para ‘agregarme’ a su lista de amigos de Facebook. “¿Y cómo lo hiciste?”, le pregunte asombrado, mientras ella se extrañaba: “Muy fácil; entré a tu cuenta y solicité tu amistad”. Mi esposa y yo nos reímos porque ello era imposible: yo no tenía una cuenta. La eslovena preguntó si yo había nacido en Perú, si vivía en la ciudad de Salamanca y si era profesor en su Universidad. Ante mis respuestas afirmativas, subió a su habitación, bajó el portátil, lo encendió y me enseñó “mi cuenta”: allí aparecía mi foto y algunos datos básicos…
Nada más volver a Salamanca, escaneé mi DNI y escribí a los responsables de esa compañía en España. En pocas horas estaba borrada la cuenta, pero no mi disgusto.
Hay que estar comunicado, pero sabiendo el cómo, el con quién y el por qué. Y no hay que ser tan tajante, como el lúcido de Umberto Eco, quien, aunque admitía que Twitter tenía algo de positivo, por la inmediatez de las noticias sobre vulneraciones de derechos humanos en China o Turquía, por ejemplo, era lapidario respecto a las redes: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Soy un hombre sin Red y sin ‘cuenta’, pero escribo en medios digitales que destilan seriedad. Y de cierto que cuento con inmejorables amigos escritores que difunden lo que pergeño a lo largo y ancho de ese universo virtual. Por ello les estoy profundamente agradecido, empezando por Enrique Villagrasa, Olga Fuchs, Violeta Boncheva
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