El mítico teatro Cervantes, de Tánger, abandonado durante tres décadas, ha sido donado por el Gobierno español al Gobierno marroquí.
Hay cartas con sabor a lágrimas, dijo el poeta. También saben a lágrimas algunas noticias que nos llegan inesperadamente, recordándonos hechos y situaciones que permanecían dormidos en los rincones del cerebro.
El pasado no siempre es cementerio de la Historia, como escribió Marañón. Hay un pasado del que brota en su hondura viva la fuente de nuestros recuerdos queridos. Lo que se creía sepultado de pronto se nos aparece con forma y figura.
Es lo que acaba de ocurrirme.
Un amplio reportaje firmado por José Cano en la sección de cultura del diario EL MUNDO me informa que el mítico teatro Cervantes, de Tánger, abandonado durante tres décadas, ha sido donado por el Gobierno español al Gobierno marroquí.
El teatro Cervantes se empezó a construir el año 1911 en unos terrenos situados en la calle Esperanza Orellana, donde empieza más o menos la Cuesta de la Playa. Los arquitectos y constructores se inspiraron en teatros de la Europa del siglo XIX. Se diseñó un aforo capaz de acoger a 1.400 espectadores. Estuvo considerado como el mejor teatro de su época en Marruecos, símbolo de aquel Tánger multirracial y multicultural.
La inauguración tuvo lugar en octubre de 1913. Para tan importante acontecimiento se proyectó la película QUO VADIS. Por su escenario, en forma de arco rebajado, pasaron “las más renombradas compañías teatrales de España y del extranjero, los mejores espectáculos de danza española y las más reputadas voces de la época”, dice Tomás Ramírez. Allí cantaron Enrique Caruso, Conchita Supervía y célebres maestros de ópera y zarzuela. Productores teatrales montaron en el teatro Cervantes obras como JUAN JOSÉ, del dramaturgo Enrique Dicenta, ROSAS DE OTOÑO, de Jacinto Benavente, DOÑA MARÍA LA BRAVA, de Eduardo Marquina, protagonizada por la grande María Guerrero, y tantas y tantas otras obras que dignificaron el teatro español en aquellos tiempos.
En el Cervantes actuó el Ballet Español de Pilar López, Antonio Mercé, “La Argentinita”, la bailarina Carmen Amaya, el barítono Luis Mariano, el francés Maurice Chevalier, los flamencos Juanito Valderrama, Lola Flores y otros destacados profesionales del teatro y de la canción. Tantos, que sumarían centenas.
Donde empieza la carretera que va de Tánger a Tetuán se inauguró en agosto de 1950 una plaza de toros, única en todo el continente africano. Yo estuve presente en el evento, acompañado por mi amigo de adolescencia y juventud Antonio López Herrera, por entonces residente en Larache, fallecido el año 2014 en Castellón. Hacia 1970, en un intento de reanimar la fiesta taurina, el empresario Manuel Lozano llevó a Tánger a Gabriel de la Casa, Jaime Ostos, “El Cordobés”, su inseparable Palomo Linares y César Girón. Pero el experimento no prosperó.
He escrito en algún libro mío o artículo para prensa que yo asistí por vez primera a una obra de teatro cuando tenía once años. Mi padre me llevó a ver EL DIVINO IMPACIENTE, de José María Pemán. Siempre he creído que mi acercamiento a Dios se produjo en la sala de aquél teatro, mientras los actores en el escenario representaban la vida y la muerte de San Francisco Javier, especialmente el último acto, cuando el misionero moría de una enfermedad contagiosa en la isla de Sacián, frente a Cantón, en la China del siglo XVI. Muchas veces me he preguntado si nací con una excitación emotiva hacia la religión o la adquirí sentado en una butaca de aquél teatro.
Desde entonces, mi amor al teatro ha vivido muy adentro, en las entrañas de mi ser. En Madrid he asistido con mucha frecuencia a obras teatrales, acompañado siempre por mi íntimo amigo José Cardona, quien ahora tiene su casa en la eternidad.
Cuando el Teatro Cervantes de Tánger programaba algún espectáculo de interés, allí estaba yo y conmigo el novelista Ángel Vázquez. ¡Qué hombre con tan poca fortuna a pesar de su inteligencia!
El último capítulo de mi libro EL SUEÑO DE LA RAZÓN, que forma parte de la trilogía sobre los intelectuales y la religión, lo dediqué a Ángel Vázquez. Era soltero, bebía mucho, escribía bien. En 1962 ganó el Premio Planeta con la única novela que escribió, LA VIDA PERRA DE JUANITA NARBONI, convertida en película por el director Javier Aguirre y protagonizada por Esperanza Roy, quien ganó el Premio de Interpretación en el Festival de Cine de Venecia.
Vázquez fue el gran desconocido de la literatura española, el olvidado. Poco después de obtener el Planeta abandonó Tánger y se instaló en Madrid. Vivía en pensiones de mala muerte. El poco dinero que ganaba dando clases de francés e inglés lo gastaba en alcohol. Hasta que un frío 26 de febrero de 1980, la muerte arrastró su soledad hasta la desolación del sepulcro.
Ángel y yo éramos de la misma edad. Con el mismo amor por la literatura y por el teatro. Nos veíamos en el “Café de la Poste”, frente a correos, en el Boulevard Antée, que ahora lleva el nombre de Mohamed V. Allí nos entretenía la literatura.
Un grupo de jóvenes tangerinos representó en el teatro Cervantes la obra que Alfonso Paso estrenó en Madrid en 1957, LOS POBRECITOS. Allí estuvimos Ángel y yo.
Por entonces yo tenía mi despacho en un edificio de tres plantas en la calle Delacroix, frente al Hotel Tánger. En la segunda planta había un gimnasio propiedad de un buen masajista madrileño. Yo iba de cuando en cuando. Mientras me masajeaba la espalda aquel día comenté con él la obra de Paso. Me dijo:
-Yo también la vi. Estuve allí. Los principales protagonistas eran mi hija y su novio.
Me sorprendió. Los días siguientes insistí que convenciera a su hija y al novio a fin de montar en el Cervantes LA MURALLA, de Joaquín Calvo Sotelo, obra de denuncia social y católica, estrenada en 1954. Yo financiaría toda la puesta en escena. LA MURALLA me fascinó. Leí el libro y presencié una representación en Málaga. En la revista LUZ Y VERDAD, que entonces dirigía en Tánger, publiqué un largo artículo sobre la obra. En una reunión a cuatro –padre, novios y yo- el novio se mostró interesado y dispuesto a representar el drama. La novia, no. Adujo que tenía importantes exámenes y no podía dedicar tiempo a los ensayos. Todavía hoy no he renunciado a escenificarla para el público evangélico, con ligeros retoques.
Así fue aquél teatro de mi juventud. Ahora, después de treinta años sin uso, España ha entregado el teatro a Marruecos. Un teatro que simbolizaba la presencia de España en aquél Tánger que el escritor norteamericano Paul Bowles, rendido ante los encantos de la ciudad al otro lado del estrecho, definió como “una sucursal del paraíso”. El Tánger donde también vivió su compañera Jane, Allen Ginsberg, Truman Capote y una larga lista de intelectuales, artistas, bohemios, espías de todos los países que intercambiaban información desde las mesas de café en el Zoco Chico y el Zoco Grande. Tánger, una ciudad que ya no existe, pero que sigue latente en corazones de los que en ella vivieron.
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