La libertad que nos dignifica como seres humanos es la libertad interior, la que tiene su asiento en el corazón humano, en el alma divina.
Tiene nombres y apellidos de aristócrata: Jacobo José María Fitz Stuart y Martínez de Irujo. Es hijo de la fallecida duquesa de Alba. Dicen que es el más intelectual de sus hermanos. Ostenta el título de Duque de Siruela. Es escritor, editor y diseñador gráfico. Guiado por su amor a los libros fundó en Sevilla la Editorial Siruela.
El periodista canario Juan Cruz, quien acaba de publicar un libro en el que agrupa las mejores entrevistas realizadas a importantes personalidades a lo largo de años, mantiene con el duque una animada conversación. Refiriéndose a la libertad interior del individuo, el intelectual sevillano dice al periodista canario: “la libertad no la da el Estado, te la das tú”.
Verdad. Verdades como puños.
El 14 de mayo de 1956 los protestantes españoles fundaron la Comisión de Defensa Evangélica Española.
¿Motivo principal?
Reclamar al Estado que les concediera libertad religiosa.
La respuesta del Estado llegó once años después, el 26 de junio de 1967, cuando las Cortes españolas aprobaron por mayoría el derecho civil al ejercicio de la libertad religiosa.
No se conformaron. Les pareció poco. Haciendo honor al apelativo por el que se les conoce, siguieron protestando. Los protestantes españoles viven protestando. Por una causa o por otra. Por todo. Y el Estado cedió: el 29 de junio de 1980 ofreció a los protestantes otra ley, mejorada, con la intención de acallar las protestas.
Se volvió a equivocar. Las voces seguían rompiendo el aire. Querían más. Hasta que el 10 de noviembre de 1992 el Estado les concedió una ley mucho más amplia que las dos anteriores mediante una serie de Acuerdos que les beneficiaban.
¡Ya tenemos ley, gritaron! ¡Ya somos libres! Como los judíos de la antigua alianza les dio por cantar y bailar.
¿Eran libres? ¿Son libres ahora? ¿Con qué clase de libertad? ¿La que les dio el Estado? Los más apegados a los textos bíblicos respondieron: “somos libres porque hemos conocido la verdad libertadora. Y si el Hijo del Hombre nos ha libertado somos verdaderamente libres (Juan 8:36)
¡Palabras! Conozco a mi gente. Una mayoría de los que se proclaman libres en Cristo continúan siendo esclavos de sí mismos.
Bien lo dice el duque de Siruela: “la libertad no la da el Estado”. Tampoco la da el simple conocimiento de unos versículos del Evangelio.
La libertad que nos dignifica como seres humanos es la libertad interior, la que tiene su asiento en el corazón humano, en el alma divina. Es la libertad que ninguna institución humana puede darnos ni quitarnos. La libertad interior que nos hace sentir esclavos en las alturas de un monte solitario o en la paz de un valle placentero, o nos hace sentir libres aunque nos encadenen entre rejas, como lo proclamaba el joven de El Quijote. Esta libertad nuestra no depende del Estado ni del conocimiento que podamos tener de la Escritura. Tiene dimensiones más profundas.
Aun cuando se trate de un texto compuesto de muchas palabras, quiero ilustrar cuanto vengo diciendo con un episodio que figura en el capítulo XLIX, segunda parte de El Quijote.
Las burlas de los duques hacen creer a Sancho Panza que, efectivamente, es gobernador de la Ínsula Barataria.
Se hallaba en la sala de un suntuoso palacio, sentado en un sillón de gobernador, cuando “en esto llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo: señor gobernador, éste mancebo venía hacia nosotros, y así como columbró la justicia, volvió la espalda y comenzó a correr como un gamo, señal que debe de ser algún delincuente. Yo partí tras él, y, si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.
-¿Por qué huías, hombre?- preguntó Sancho.
A lo que el mozo respondió:
-Señor, por excusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen.
-¿Qué oficio tienes?
-Tejedor.
-¿Y qué tejes?
-Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced.
-¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? ¡Está bien! Y ¿adónde ibades ahora?
-Señor, a tomar el aire.
-Y ¿adónde se toma el aire en esta ínsula?
-Adonde sopla.
-¡Bueno: respondéis muy a propósito! Discreto sois, mancebo; pero haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la cárcel. ¡Asilde, hola, y llevadle, que yo haré que duerma allí sin aire esta noche!
-¡Par Dios- dijo el mozo-, así me haga vuestra merced dormir en la cárcel como hacerme rey!
-Pues, ¿por qué no te haré yo dormir en la cárcel? –respondió Sancho-. ¿No tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?
-Por más poder que vuestra merced tenga –dijo el mozo-, no será bastante para hacerme dormir en la cárcel.
-¿Cómo que no? –replicó Sancho-. Llevalde luego donde verá por sus ojos el desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un paso de la cárcel.
-Todo eso es cosa de risa –respondió el mozo-. El caso es que no me harán dormir en la cárcel cuantos hoy viven.
-Dime, demonio –dijo Sancho-, ¿tienes algún ángel que te saque y que te quite los grillos que te pienso mandar echar?
-Ahora, señor gobernador- respondió el mozo con muy buen donaire, estamos a razón y vengamos al punto. Prosuponga vuestra merced, que me manda llevar a la cárcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?
El escritor y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge pronunció en 1818 una conferencia en Londres sobre el amor a la humanidad que Cervantes vierte en El Quijote. Aludiendo al episodio anterior dijo que es uno de los textos más bellos sobre la libertad interior del individuo. Aún encarcelado, el joven se consideraba libre para dormir o quedarse toda la noche despierto sin pegar pestaña.
Hay gentes que se imaginan libres y no advierten las ataduras que los aprisionan. Parecen libres y viven encadenados. En palabras del escritor francés del XIX Robert de Lamennais, la libertad resplandecerá en el fondo del ser humano cuando pueda decir: soy libre en el interior de mí mismo y nada ni nadie puede arrebatarme esta libertad que es mía, sólo mía.
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