Cuando dejamos que la envidia llegue a nuestro corazón, estamos perdidos. Somos incapaces de disfrutar con nada ni de ir a ningún lugar o hacer algo que merezca la pena.
El base español José Manuel Calderón entró casi por la puerta de atrás en Toronto, el equipo de baloncesto de la NBA. A pesar de ser campeón del mundo y de Europa con la selección española, muy pocos confiaban en él, pero hoy es uno de los mejores bases de toda la liga. Siempre aparece entre los primeros en casi todas las estadísticas. Durante la temporada 2010-2011 llegó a anotar más de cien tiros libres seguidos sin un solo fallo. Las personas que trabajan bien tarde o temprano triunfan.
Uno de los problemas que suele traer el triunfo consigo es que inmediatamente algunos comienzan a envidiarte. Jamás piensan en lo que puede haber costado llegar hasta la cima, solo que ellos merecían estar allí en tu lugar. Es un problema del carácter de muchos: son incapaces de admirar a otros; dentro de ellos la envidia tiene siempre un lugar importante.
¿Recuerdas la fábula de la serpiente y la luciérnaga? Durante muchos meses la serpiente persiguió a la luciérnaga, y esta debía esforzarse siempre para no ser atrapada y devorada. Un día, en un descuido, la serpiente la tuvo delante de sí y, cuando se disponía a comérsela, en un último y desesperado intento, la luciérnaga le dijo: «¡Déjame preguntarte algo, por favor!». La serpiente asintió. «¿Por qué me persigues? ¿Tú comes luciérnagas?». «No», le dijo el reptil. «Entonces, ¿te he hecho algo malo?». «No», respondió la serpiente. «¿Por qué quieres matarme? ¡No lo entiendo!». «No soporto verte brillar», le contestó la serpiente.
Cuando dejamos que la envidia llegue a nuestro corazón, estamos perdidos. Somos incapaces de disfrutar con nada ni de ir a ningún lugar o hacer algo que merezca la pena. Siempre estamos pensando en la persona a la que envidiamos. No podemos quitárnosla de la cabeza. Somos incapaces de ser nosotros mismos; no soportamos que nadie pueda brillar. No, ser envidioso no es un buen asunto. Nos destruye a nosotros más que a nadie.
Pero la envidia tiene otra cara también: la de la luciérnaga. Dios nos hizo a todos especiales y únicos, pero, aparentemente, solo unos pocos se dan cuenta. Tenemos que seguir viviendo así, necesitamos seguir brillando. Aunque otros quieran hacernos daño. «Pues Dios, que dijo que de las tinieblas resplandecerá la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo» (2 Corintios 4:6).
Cuando Dios brilla dentro de nuestro corazón, su gloria se refleja no solo en nuestro rostro, sino también en todo lo que hacemos. En cierta manera es como si las personas vieran al Señor cuando nos ven a nosotros, aunque algunos no lo soporten. Eso no tiene nada que ver con nuestro orgullo, porque todo lo pone Dios; nosotros no hacemos nada. Simplemente entregamos el corazón.
Si Dios está brillando en tu corazón, no necesitas envidiar a nadie. ¡Todo lo contrario! Cuando miramos hacia los demás, los admiramos, porque nuestra autoestima no está en juego. Al fin y al cabo, Dios también los ha hecho únicos y especiales a ellos. A todos.
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