La increencia del ateo arranca de una realidad antecedente a su ateísmo, la misma que sustenta la fe del creyente.
Dos grandes representantes de la cultura italiana, el novelista agnóstico Humberto Eco y el arzobispo católico de Milán Carlo María Martini, iniciaron en el primer número de la revista italiana LIBERAL un interesante y denso debate en torno a la creencia y la increencia.
Entre el novelista y el arzobispo se cruzaron ocho cartas. El tema despertó tanto interés que la misma revista decidió ampliar el debate a otros interlocutores, dos filósofos, dos periodistas y dos políticos, manteniendo la pregunta inicial: “¿En qué creen los no creyentes?”.
El pugilato ético y religioso lo cerró Carlo María Martini con esta reflexión: “Entre los no creyentes debe llevarse a cabo una difícil lucha para no reducir al Dios en el que no se cree a ídolo dotado de atributos impropios”.
Siguiendo los pasos de la revista italiana, la española TIEMPO planteó el mismo dilema a seis intelectuales españoles.
El filósofo Javier Sádaba dijo: “Creemos en lo que vemos y somos completamente agnósticos respecto a lo que desconocemos”. En la misma línea que Sádaba, el físico Antonio López Campillo reiteró: “Creo en los humanos, en los otros hombres, en mí, en los animales y en la naturaleza. Pero nada del más allá, porque no creo en eso”.
Con mucha lógica y algo de humor, la escritora Ana María Matute terció: “Los que no creen en nada por lo menos creen en sí mismos”. Otro escritor, Luis A. de Villena, ampliaba el razonamiento de Ana María Matute: “Creo que no hay nadie que no crea en nada. Todo el mundo cree en algo, lo que pasa es que pueden ser cosas muy diferentes”.
Cerraba el ciclo el teólogo seglar Enrique Miret Magdalena: “Todos creemos en algo. Ellos creen también en muchas cosas. Pienso que creen en su propia incredulidad, pues la suya es una creencia en la anticreencia”.
Perfecta definición desde una perspectiva creyente. El debate recuerda a la típica discusión de adolescentes que Ingmar Bergman retrató en la película FRESAS SALVAJES. “¡Existe un Dios!”. “¡Dios no existe!”. “¡Dios también existe!”.
La increencia del ateo arranca de una realidad antecedente a su ateísmo, la misma que sustenta la fe del creyente. Para ser incrédulo no es necesario apearse de la fe; basta con no entrar en ella. La exigencia del personaje de Bruce Marshall: “Enséñeme una foto del Espíritu Santo y creeré”, o el empeño de Arcadio Buendía recorriendo el laboratorio de daguerrotipia abandonado por el gitano Melquiades “para obtener la prueba científica de la existencia de Dios", en la novela cumbre de Gabriel García Márquez, vienen a demostrar, una vez más, que a la creencia sólo se llega a través de la fe. Con la ruptura de la fe en Dios se hunden todos los suelos donde se asienta la creencia. En la senda del ateísmo el peregrino humano pierde toda finalidad, todo objetivo, toda meta, y se adentra en la noche purpúrea de la locura.
¿En qué creen los que no creen que hay vida después de la muerte?
Puesto que no descendemos de un Dios inmortal, dicen, sino de un orangután mortal, creen que morimos como mueren los animales y desaparecemos en las profundidades de la nada, como desaparecen ellos.
Luis Manuel Fernández de Portocarrero fue cardenal y político. Vivió entre 1635 y 1709. Está enterrado en la catedral de Toledo. En su lápida hay escritas estas palabras: “Aquí yace polvo, ceniza, nada”.
A esta frase le faltan unas palabras sobre la inmortalidad del alma. El lema cuadra en la tumba de un ateo, pero no en la tumba de una alta jerarquía católica.
¿Nada después de la muerte?
El 2 de julio de 1961 se suicidó, a los 62 años, uno de los novelistas más grandes del pasado siglo, Ernest Hemingway. Con una escopeta de caza se disparó un tiro en la boca.
Fue enterrado cuatro días después, el 6 de julio, en un pequeño cementerio cercano a las montañas de Sun Valley, Idaho. El sacerdote que ofició la ceremonia dijo: “Oh Dios, concédele a tu siervo Ernest el perdón de sus pecados….”.
Los pecados no se perdonan después de la muerte.
Para que los pecados sean perdonados hay que saber morir. Y Hemingway no supo.
Dios fue siempre una palabra vacía en sus labios. A veces un recurso literario, a veces punto de referencia para componer cuadros religiosos, pero nada más. En el relato UN LUGAR LIMPIO Y BIEN ILUMINADO, incluido en el libro de cuentos publicado por primera vez en 1927, Hemingway reescribe el padre nuestro desde su perspectiva puramente materialista y atea: “Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada y hágase tu nada así en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy, y perdona nuestras nadas así como nosotros perdonamos a nuestras nadas. Y no nos dejes caer en la nada, mas líbranos de nada; pues nada”.
¿Esta es la filosofía de la increencia? ¿La nada tan oscura como sus planteamientos, tan profunda como el Hades al que descendió Orfeo para rescatar a Eurídice?
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