Me encantaba ver jugar a Martina Hingis, y cuando se supo su problema con la droga recordé la frase que Pablo escribió a los gálatas: «Vosotros corríais bien, ¿quién os impidió obedecer a la verdad?»
Martina Hingis fue una excepcional tenista de finales del siglo pasado, ganadora de cinco Gran Slam (Australia, Wimbledon y Estados Unidos), pero que tuvo que abandonar su carrera deportiva al dar positivo por consumo de cocaína en el torneo de Wimbledon de 2008 y ser sancionada con dos años.
Realmente me encantaba verla jugar, y cuando se supo lo de su problema con las drogas recordé una de las frases que Pablo escribió a los gálatas: «Vosotros corríais bien, ¿quién os impidió obedecer a la verdad?» (Gálatas 5:7)
La imagen deportiva es genial, mucho más al saber que el Espíritu de Dios le inspiró a escribir literalmente: «¿Quién se metió en vuestra calle?». Creo que todos lo comprendemos perfectamente. Podemos estar corriendo magníficamente e ir destacados en primera posición, pero si permitimos que alguien o algo se meta en nuestra calle, no podemos seguir corriendo. Caeremos derrotados.
Como te decía, es una imagen genial, y supongo que ya estás comenzando a descubrir muchas de las aplicaciones.
Como buen gallego, me encanta preguntar, así que no voy a cortarme: ¿Quién nos está estorbando? ¿Quién se metió en nuestra calle? ¿A quién le estamos permitiendo que destruya nuestra vida? ¿A una sustancia? ¿A una costumbre? ¿Un placer escondido? ¿A otras personas que nos están aconsejando mal?
Si Dios nos da la posibilidad y el poder de correr bien, de terminar nuestra carrera de una manera fiel y disfrutar de todo lo que él es, ¿por qué dejamos que alguien se meta en nuestra calle?
¿O nos estorbamos nosotros a nosotros mismos? Estar perdido delante de Dios es en primer lugar estar completamente obsesionado con lo que somos, con nuestros proyectos y nuestros objetivos. Estar perdido muchas veces es pensar solo en uno mismo, buscando siempre nuestra propia satisfacción. Vivir pensando que todos nos deben algo. Que el mundo gira alrededor de nosotros.
Ese es uno de los mayores peligros. Da igual si eres un deportista, si estás trabajando o estudiando, o si no tienes nada que hacer. No importa incluso la religión que tengas, o si piensas que estás haciendo algo bueno para los demás.
Si lo primero que te preocupa siempre eres tú mismo, siento decirte que tu vida no tiene sentido. No fuimos diseñados para eso. Dios no nos creó para que vivamos en el centro del universo.
El hombre moderno no quiere enfrentarse con el mal. Para él todo es políticamente correcto con tal de que le vaya bien. Su actitud, la de «Si yo estoy satisfecho, el mundo puede hundirse», puede reinar en cualquiera de nuestros corazones, ¡incluso en los que conocemos a Dios! (¿Recuerdas a Jonás?). No puede ser así.
Corríamos bien. Sabíamos que todo gira en torno a Dios y que él nos crea para que seamos inmensamente felices mirándole. Nosotros nos volvemos dioses cuando queremos que todos nos adoren. Incluso en los más mínimos detalles.
Cuando ocurre eso, nuestra vida deja de tener sentido. Nos estorbamos a nosotros mismos y a los demás.
Deberíamos parar de vez en cuando para volver a dirigir nuestra vista hacia la meta (el Señor Jesús), quitar todo lo que se ha metido (¡o que nosotros hemos metido!) en nuestra calle, y comenzar a correr otra vez.
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