No se trata de ser perfectos, sino de seguir siempre adelante con nuestra mirada en la meta, en el Señor Jesús.
Durante el campeonato europeo de selecciones nacionales de fútbol celebrado en 1990 se dio un fenómeno curioso: Dinamarca fue la ganadora sin estar siquiera clasificada entre las dieciséis mejores selecciones. Ocurrió que Yugoslavia fue descalificada por los problemas bélicos que tenía entonces, así que el segundo de su grupo fue llamado urgentemente para ocupar su lugar. Todos los jugadores daneses estaban de vacaciones, muchos de ellos en la playa, ¡pero llegaron a ser campeones! Cuando terminó la final, Vilfort, uno de jugadores, abrazó a su compañero Jensen (autor del segundo gol en la final contra Alemania). El jugador danés había tenido que abandonar en dos ocasiones la concentración de su selección para visitar a su hija, que estaba gravemente enferma.
La verdad es que había demostrado un compromiso extraordinario.
Compromiso. Una palabra muy poco utilizada hoy. En nuestro vocabulario no suele caber el honor de defender y vivir por aquello que creemos correcto y necesario. Esa es la razón por la que nos suenan tan difíciles de aplicar las palabras de Pablo escribiendo a la iglesia de Filipos: «No que ya lo haya alcanzado o que ya haya llegado a ser perfecto, sino que sigo adelante, a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también fui alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no considero haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, prosigo hacia la meta» (Filipenses 3:12-14).
Alcanzar al Señor Jesús. No preocuparse de nada que no sea lo que él es y lo que tiene preparado para cada uno. Saber que nuestra vida y que todo lo que hacemos depende de él (jugar, trabajar, estudiar, disfrutar, enfrentar desafíos, etc.), y él nos dará las fuerzas para hacerlo. No se trata simplemente que ocupe el primer lugar en nuestra vida, sino que sea parte imprescindible de todo lo que hacemos, pensamos y somos («Para mí el vivir es Cristo», escribió Pablo). Se trata de que busquemos la voluntad del Padre y que nuestra vida sea llena de su Espíritu para comprender realmente quiénes somos y la razón por la que él nos hizo.
Nuestra vida tiene sentido cuando vivimos con el propósito por el que fuimos creados, cuando nuestra voluntad y nuestros deseos se identifican con los de Dios. Él nos creó tal como somos y nos da el poder para vivir día a día siendo así, ¡y pareciéndonos más al Señor! Nuestra meta es ser tal y como hemos sido diseñados. La mejor manera en la que podemos honrar a Dios es vivir como somos delante de él, porque ese es su objetivo para nosotros. Cuando comprendemos nuestro papel en la vida, seguimos adelante y no nos preocupa lo que pueda suceder.
Luchamos por llegar a ser quienes debemos ser. No se trata de ser perfectos, sino de seguir siempre adelante con nuestra mirada en la meta, en el Señor Jesús. Vivimos mirando hacia adelante aunque hayamos alcanzado muchos objetivos en la vida, porque la aventura de la vida cristiana jamás termina, siempre con nuevos retos. ¡Jamás caemos en el aburrimiento! ¡Siempre hay algo nuevo para conquistar!
Vivimos haciendo el bien y disfrutando de lo que Dios es, porque Cristo lo es todo en nuestra vida. Nos comprometemos con Dios porque esa es la única manera de comprender quiénes somos y por qué vivimos. Así de sencillo.
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