Desde aquellos lejanos tiempos mitológicos hasta el día de hoy, generaciones de lectores han quedado magnetizados con la historia de un hombre que por amor estuvo dispuesto a descender a los infiernos.
Los mitos son las almas de nuestras acciones y de nuestros amores. El ensayista y crítico inglés Gilbert Chesterton decía que el que no tenga simpatía para los mitos no tendrá simpatía para los hombres. La frase me parece un tanto hiperbólica. Pero eso creía él. A lo menos, lo escribía. Por otro lado, si quitamos a la humanidad esas fabulosas historias de dioses y de héroes, le estaremos robando la mitad del alma.
La Grecia antigua nos ofrece una abultada colección de mitos. Uno de los más conocidos es el que protagonizan Orfeo y Eurídice. Curioso: ni Homero ni Hesíodo, que se supone vivieron en los siglos IX y VIII antes de Jesucristo, ambos conocidos y reconocidos poetas griegos, no tratan el mito de Orfeo y Eurídice. Es Íbico, otro poeta de la antigua Grecia, quien lo hace se cree que por vez primera en el siglo VI.
Cuentan las leyendas que en tiempos en que los dioses vagaban por la tierra vivía en Grecia un joven llamado Orfeo. Dicen unas versiones que era hijo de Apolo, el más bello de los dioses del panteón helénico, y de Calíope, musa de la poesía narrativa. El nacimiento hizo de Orfeo un ser digno de la belleza del padre. La suya era una belleza en conexión con su cuerpo y sus habilidades musicales. Desde seis siglos antes de Cristo hasta nuestros días Orfeo está considerado como uno de los principales músicos de la antigüedad. Inventó la cítara y añadió dos cuerdas a la lira. Dicen de él que podía cantar y tocar de tal manera que conmovía a los humanos y a los animales. Tal vez venga de aquél entonces el dicho de que la música amansa a las fieras.
Un día en que Orfeo tañía su lira en el bosque descubrió a una joven ninfa que escuchaba embelesada. Dirigiéndose a ella, dicen que le dijo: “Hermosa ninfa de los bosques, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte”.
Imposible negarse. La música es la llave del alma femenina. Es la mediadora entre dos corazones. La mujer, como la alondra, vuela hacia el brillo de la música. Como voló Eurídice. Lo dudó sólo unos segundos; de inmediato abandonó su escondite y se unió a él. Sigue la leyenda que Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que nunca se había oído por aquellos bosques.
Más grande que todas las pirámides, que el Himalaya, que todos los bosques y los mares, es el corazón femenino, abierto siempre al amor. De amor cayó rendida Eurídice. Poco tiempo después se celebraron en aquél mismo lugar las bodas de la joven pareja de dioses.
No duró mucho la felicidad. Orfeo tenía un rival por aquellas tierras llamado Aristeo, prendado del cuerpo de la bella Eurídice. Un día en que la ninfa paseaba por un prado de Tracia, región de la Europa oriental hoy extendida por Bulgaria, Turquía y Grecia, Eurídice comprueba que Aristeo la persigue con malas intenciones. El miedo se apodera de ella. Su corazón y su cuerpo sólo pertenecen a Orfeo. Corre despavorida y temblorosa sin rumbo fijo. Sólo quiere que su acosador no le de alcance. Sin que ella lo advirtiera una enorme serpiente le sale al paso y la muerde, inoculándole el poderoso veneno.
La preciosa ninfa de los bosques en el bosque cayó muerta.
Orfeo no halla consuelo. Derrama ríos de lágrimas. La muerte pone su sello a todo gran amor, a toda gran pasión. En el lenguaje del amor, no se sabe quién muere, si ella o él. Si el cementerio, como pensaban los místicos, es la antecámara del cielo, hemos de admitir que se trata de un desagradable y repugnante vestíbulo.
Orfeo toma una decisión arriesgada. Decide descender al lugar de los muertos para rescatar a su amada. El camino era largo y dificultoso. Pero para el amor no existen muros, ni fosas, ni alambradas de espinos. En materia de amor, demasiado es todavía poco. Ante los grandes peligros siempre queda el ánimo de vencerlos.
Así pensaba Orfeo. Consigue llegar hasta el borde de la laguna Estigia, río de los infiernos, de aguas negras y ponzoñosas. Allí encuentra a Caronte, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna, donde Orfeo quiere llegar. Caronte no es fácil de convencer. Con sus dulces cantos y sus poesías Orfeo logra enternecer su corazón y el barquero cede. Con Orfeo a bordo atravesó las aguas que ningún ser vivo podía cruzar. En el lugar de los muertos encontró a Plutón, rey y dios de los infiernos, también conocido como Hades. Orfeo suplica a Plutón: “¡Oh, señor de las tinieblas! Heme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo”.
Ovidio, poeta latino que vivió entre el año 43 antes de Jesucristo y el año 18 de la era cristiana escribió sobre el mito de Orfeo y Eurídice en el capítulo 10 de su libro METAMORFOSIS. Dice que Orfeo cantó con su lira implorando la vida de su amada. Lo cuenta en este hermoso poema:
¡Divinidades del mundo
situado bajo tierra, en el que caemos todos los que nacemos mortales,
si es lícito y permitís decir la verdad sin los ambages
de una boca falsa, no he descendido aquí para ver
el tenebroso Tártaro ni para encadenar las tres gargantas
erizadas de culebras del monstruo meduseo:
el motivo de mi viaje es mi esposa, sobre la que una víbora
al pisarla derramó su veneno y le robó sus prometedores años.
Quise poder soportarlo y no diré que no lo he intentado:
venció el Amor. Este dios es bien conocido en la región de arriba;
lo es y, si el rumor de un antiguo rapto no ha mentido, a vosotros
por este Caos enorme y el silencio de este vasto reino,
os suplico, volved a tejer el destino adelantado de Eurídice!
Todos os somos debidos y, demorándonos algo, antes o después
nos dirigimos deprisa a un único lugar.
Aquí nos encaminamos todos, ésta es la última morada
y vosotros habitáis los reinos más extensos del género humano.
También mi vida, cuando cumpla oportunamente los años
que le corresponden, será de vuestro dominio: como regalo pido
se disfrute. Pero, si los hados niegan la venia a mi esposa,
he decidido no regresar: alegraos con la muerte de los dos”.
Según la leyenda, jamás se había escuchado tan precioso canto en el reino de los muertos. Tan desgarrada fue la súplica de amor, que Plutón mandó llamar a Eurídice para que regresara con su amado al mundo de los vivos.
Sin embargo, puso una condición al poeta cantor. En el camino de regreso, ocurriera lo que ocurriera, Orfeo no debía mirar atrás para ver el rostro de su esposa. Una versión anticipada de la esposa de Lot, que por mirar atrás quedó convertida en estatua de sal.
Los enamorados se pusieron en camino, siempre él delante de ella. Cuenta la mitología que recorrieron valles y atravesaron regiones de nieblas. Cuando estaban a punto de alcanzar la plena libertad Orfeo no pudo aguantar más sin ver a la mujer por cuyo amor había descendido al infierno. Se giró para ver si Eurídice le seguía y en el mismo instante la ninfa fue arrastrada de nuevo al Hades por una fuerza misteriosa e irresistible. Muerto de dolor, desesperado, abandonando la lira y los deseos de cantar, Orfeo intenta de nuevo el rescate de la esposa, pero Caronte no se lo permite, aún cuando estuvo siete días y siete noches suplicando al inclemente barquero que lo llevara a la otra orilla. Inútil.
El mito concluye de forma dramática, como todos los mitos de las antiguas civilizaciones. A su vuelta al país de los bosques Orfeo decide no tener contacto carnal con mujer alguna. Pero ellas lo deseaban. Una noche, estando en su cabaña, entró un grupo de mujeres enloquecidas y apoderándose de sus armas lo asesinaron y descuartizaron. Su cabeza fue arrojada a un río que la trasportó al mar hasta la isla de Lesbos, patria de grandes poetas y poetisas. Allí fue enterrada con todos los honores y su alma entró en descanso, en tanto que siguió cantando en el lugar de los espíritus puros.
El mito del cantor solitario ha ejercido siempre un gran hechizo en artistas y poetas. En España, Juan de Jáuregui en el siglo XVI, Lope de Vega en el XVII y Campoamor en el XIX escribieron sendos poemas sobre Orfeo y Eurídice.
Desde aquellos lejanos tiempos mitológicos hasta el día de hoy, generaciones de lectores han quedado magnetizados con la historia de un hombre que por amor estuvo dispuesto a descender a los infiernos. Ya decía mi admirado Unamuno, de quien soy fanático lector, que del amor a la mujer brotan todos los heroísmos. Como el de Orfeo. Si somos incapaces de llegar al sacrificio por puro amor, ¿para qué existimos?
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