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El amor en el Cantar de los Cantares (6)
 

Sentido del amor

Analizamos ocho aspectos diferentes del amor según Salomón.

ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 12 DE NOVIEMBRE DE 2014 10:27 h
Gráfico Love and Hate / Carolina Pastrana (Flickr - CC BY-NC-SA 2.0)

En su concepción del amor humano –tema natural y central del libro– Salomón aparece como un romántico a tres mil años de distancia. Narra el amor de la pareja en estilo de parábola para hacerse entender por un pueblo rural que nada sabía de expresiones conceptistas. El amor del Cantar de los Cantares no es exactamente un amor sensual, aunque pueda parecerlo. No es un amor extraño. Es el amor humano en su más lograda perfección. 



En este capítulo vamos a proceder al análisis de ocho aspectos diferentes del amor según Salomón. La elección del número no es casual. Ocho son los capítulos que forman el libro y de cada capítulo destacaremos un concepto diferente del amor. Con semejante guión como punto de partida podría comentarse todo el libro. Es lo que hemos querido hacer desde muchos años atrás y puede que un día el proyecto se convierta en realidad. Por ahora nos quedamos en el contenido de este capítulo.



AMOR SUPERIOR

«¡Oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino» (1:2).



La superioridad del amor frente a los demás placeres que suelen contentar el ánimo se pone de manifiesto desde las primeras líneas de Cantares. El beso en la mano, cumplido social muy extendido en tiempos pasados, era una costumbre pagana condenada en la Biblia (Job 31:27, 28). El beso en los labios, por el contrario, era considerado como expresión del amor sensual (Proverbios 7:13).



 Beso y vino, vino y beso, figuraban entre los más grandes placeres en la antigüedad judía. Pero el placer de amar los superaba. Idéntico pensamiento se repite en 4:10: «¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía! ¡Cuánto mejores que el vino tus amores!»



 La comparación del vino con el amor hay que entenderla en el sentido de dulzura, de éxtasis sentimental, de alegría interior; nunca como intoxicación, porque la razón del amor no es dañina, no debe serlo. «Amad –decía George Sand–; es el mayor bien de la vida.» ManYanShu –poeta japonés del siglo VIII– consideraba tan excelso el sentimiento del amor que, pensando en su amada, decía: 




«Si las blancas olas

 allá en el mar de Ise 

fueran flores!

 ¡Todas las cogería

para dárselas a mi amor!»




Once siglos más tarde, el poeta suizo César Pronier continuaba pensando lo mismo acerca del amor: «¡Amar! Si en una palabra cupiera toda la vida, yo quisiera encerrarla, amigo, en esa palabra. Lo dice todo, lo puede todo: gloria, esperanza, genio. Lo que se grita y lo que no puede expresarse. Lo que se sufre o se goza: grandeza, duelo, poesía, tierra y cielo, todo está ahí, en esa palabra sola: Amar.»



AMOR FÍSICO

«Su izquierda esté debajo de mi cabeza, y su derecha me abrace» (2:6).



Dice Gregorio Marañón que los niños no entienden eso de que el amor sea refriega física. Y algunos adultos tampoco. Un gran maestro de Biblia que había en España, Ernesto Trenchard, contaba que un día recibió en Barcelona la visita de una señora que tenía un trauma evidente. Su problema era que no podía tolerar la presencia física del marido junto a ella en el lecho donde los sexos se unen. «Es que el acto sexual con mi marido me da asco», decía la señora, que debería haberse casado con un clavel o un tulipán, nunca con un hombre.



Esta señora, fuera de toda duda, no estaba enamorada. El amor es también eso que Marañón llama con simpatía «refriega física». ¡Por supuesto que el amor es primeramente espiritual! ¡Es que si los corazones no están unidos con anterioridad por el sentimiento la «refriega física» no es más que un deseo carnal satisfecho! Para Salomón el amor tiene consecuencias físicas, actos materiales que conducen a la aproximación y a la unión de los cuerpos.



 En la casa del banquete, sustentada la novia con pasas y confor­ tada con manzanas, cubierta con la bandera del amor, símbolos ma­ teriales que sirven de alegoría a la unión espiritual, el novio sostiene la cabeza de su amada con su mano izquierda, en tanto que con la derecha la atrae hacia su cuerpo y la abraza cariñosamente. Un refrán popular español dice que abrazos y besos no hacen chiquillos, pero tocan a vísperas.



 Por los caminos de la repugnancia o del desengaño el cuerpo puede llegar a convertirse en la tumba del amor. Pero si las almas de los amantes están unidas con cuerdas de amor, el cuerpo se transforma en el jardín de los más bellos colores y de los más fuertes perfumes amorosos.



AMOR OBSESIVO

«Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; lo busqué y no lo hallé» (3:1).



El verdadero amor es obsesivo. No hay reposo para el corazón cuando el objeto de nuestro amor se halla ausente.

 La novia de Cantares nos da una auténtica lección de ese amor que Michelet definió como llama, pasión, tormento; amor que agita el cuerpo, que abrasa los sentidos, que no da descanso alguno al pensamiento.



El amor no deja reposar a la novia de Cantares. Las noches sin su amado son un sufrimiento que dura las tres vigilias nocturnas. Y no resulta difícil comprenderla. Porque si el amor correspondido suele ser, casi siempre, un tormento, ¿qué será el amor desesperado como el que la novia siente?



Por las noches se revuelve inquieta en el lecho, desesperada de amor, buscando junto a ella al que ama su alma. Amar con fuerza y dormir tranquilamente cuando el amado está ausente es cosa imposible. La novia se levanta del lecho y, como una loca, sin importarle el frío de la noche ni calcular los riesgos de la hora, recorre las calles y las plazas en busca de su amado, preguntando por él a cuan­ tos halla en su camino.



El amor obsesivo es amor que sabe sufrir. Y que no se resigna. 



Tagore, con su tierno estilo, nos narra la alegría del encuentro, después de haber pasado la noche en el recuerdo del amado ausente. Dice el poeta hindú:




«Esta mañana mi despertar fue dichoso, porque vi a mi amor. El cielo era una sola alegría, y mi vida y mi juventud se consumaron. Hoy mi casa es de verdad mi casa, y mi cuerpo, mi cuerpo. La suerte me ha sido amiga y mis dudas se disipan. ¡Pájaros, cantad vuestra canción mejor! ¡Luna, derrama tu luz más bella! ¡Dispara, a millones, tus flechas, dios del amor!»




AMOR SILENCIOSO

«Prendiste mi corazón, hermana, esposa mía; has apresado mi corazón con uno de tus ojos» (4:9).



Si el amor es susurro del alma, ¿por qué ha de ser ruidoso? Nada detesto tanto como esas autobiografías de personajes célebres, artistas especialmente –de todas las ramas del arte–, donde se hace espectáculo público del amor y se desnudan los sentimientos a la curiosidad morbosa de los lectores. Es, recordando la Biblia, como echar a los puercos públicos las perlas del amor. La lectura en inglés de Extasis and me («Éxtasis y yo»), de Hedy Lamar, que tiene como subtítulo «Mi vida como mujer», me causó una impresión desagradable. La célebre actriz –célebre allá por los años 194050– cuenta todas sus aventuras amorosas con un destape literario propio para reprimidos sexuales.



De peor gusto resulta el libro publicado hace años en Madrid, escrito por dos periodistas españoles y titulado El día que perdí aquello. «Aquello» se refiere a la virginidad. Una serie de personas compuesta por hombres y mujeres del cine y del teatro mayormente relata lo que dice fueron sus aventuras en esa parcela tan íntima de la vida. ¡De un gusto pésimo!



Para Salomón el amor es, como afortunadamente sigue siendo para muchos, silencio íntimo. Calderón afirmaba que en el amor dice más el que calla. Así también en Cantares. El amor del novio ha quedado prendado en una sola mirada de la amada. Sin palabras. Sin ruidos. Sin espectáculos públicos. En otro pasaje del libro el novio siente sobre sí todo el peso dulce y terrible del amor en los ojos de la niña. Y, rendido por esa mirada tierna que se cruza entre los amantes, más elocuente que un millón de palabras, el novio suplica: «Aparta tus ojos de delante de mí, porque ellos me vencieron» (6:5).



AMOR DOLOROSO

«Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado, que le hagáis saber que estoy enferma de amor» (5:8).



¡Enfermar de amor! ¡Qué dulce enfermedad! Amar es pactar con el dolor. Los amores verdaderos son dolorosos, a veces trágicamente dolorosos, pero en la tragedia y en el dolor baila la alegría de amar. «Los que padecéis porque amáis, amad más todavía –decía Víctor Hugo–. Morir de amor es vivir.» En Las mil y una noches, ese tesoro literario de la sabiduría oriental, se dice esto: «Quien no llegó a sufrir las heridas del amor no puede saber los deleitosos tormentos que proporciona.»



 Muchos siglos antes de que los amantes de Teruel muriesen de amor, la novia del Cantar de los Cantares se sentía enfermar de amor. Y conjura a sus jóvenes amigas, doncellas de Jerusalén, para que hagan saber a su amado ausente, si le encuentran, que enferma de amor por él. En 2:5, poco antes de que el amado acaricie su cabeza con la mano izquierda y la abrace con la derecha, la novia comunica su desfallecimiento amoroso con estas palabras: «Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas, porque estoy enferma de amor.» 



En el himno funerario egipcio, Isis invoca a su hermano y marido Osiris y le confiesa: «Mi corazón está lleno de amargura por tu causa. Y mis ojos te buscan. Te buscan para verte. ¡Verte es la felicidad!»



Y en el Ramayana de los hindúes, Rama canta a su amada el dolor que le causa su ausencia. «El fuego del dolor –dice– me consumirá vivo muy pronto. La ausencia de mi esposa y la vista de estos hermosos árboles aumentan mi amor. El no ver a Vaidehí hace mayor mi pena.» 



Enfermar de amor es doloroso. Pero es el más maravilloso de los dolores.


 

 


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