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Cantar de los Cantares (4)
 

El segundo monólogo del enamorado

Cuando la enamorada del libro mira a su amado, éste se derrumba.

ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 30 DE OCTUBRE DE 2014 08:26 h
Pareja Romance Over Paris / Starbuck77 (Flickr - CC BY-NC-ND 2.0)

El segundo monólogo del enamorado incorpora todo lo que resta del capítulo 6, desde el versículo 4 al 14. Esta parte del poema se abre con una descripción de la belleza física de la amada casi paralela, en sus líneas generales, a la que ya nos brindó en el capítulo 4. Pero introduce dos nuevos elementos: la fuerza de la mirada femenina y la singularidad de su amor.



La fuerza de la mirada

En esa mirada de amor que se cruzan un hombre  y una mujer brilla todo el destello de la pasión refrenada. A veces son miradas de muerte. A veces se muere por una mirada. Como en los versos de Salvador Rueda: 




«Más me muero cuando más te miro,

 más te miro cuanto más me muero.»




Cuando la enamorada del libro mira a su amado, éste se derrumba. Es joven, es fuerte, es viril, está acostumbrado a correr los campos, a pelear contra las fieras, pero es incapaz de resistir la mirada de amor que ella clava en sus pupilas. Volviendo los ojos a otra parte, suplica: «Aparta tus ojos de delante de mí, porque ellos me vencieron» (6:5). No me mires, porque me traspasas el corazón.



Amor singular

Tan fuerte amor viene derivado de la singular manera de querer. «Quien quiere a muchas enfada a todas», dice un antiguo refrán castellano. Y en la pluralidad de amores demuestra no querer a ninguna. El enamorado del Cantar no es de esta especie. El suyo es un amor único, ciego de predilección. Ninguna otra puede ocupar el lugar que tiene la amada en su corazón, con ninguna otra se le puede ella comparar. Sólo ella abrió sendas secretas a sus sentimientos. Sólo ella encendió en sus horizontes las estrellas del querer. Así lo proclama, para que lo repitan los vientos: «Sesenta son las reinas, y ochenta las concubinas, y las doncellas sin número; mas una es la paloma mía, la perfecta mía… hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejércitos en orden» (6:8, 10). Y cuando le pregunta qué ve en la doncella para distinguirla tanto, para quererla tanto, responde con una metáfora guerrera: «Algo así como la reunión de dos campamentos» (6:13). El amor, ¿no tiene también mucho de reyerta, de batalla, de trofeo, de victoria y de derrota? ¡Amor, amor, misterio que mezclas el placer con el dolor!



 



Color Contrast / Renate Flynn (Flickr - CC BY-NC-SA 2.0)



REQUIEBROS EN TRES DIMENSIONES

En el capítulo 7 del Cantar menudean los requiebros, los agasajos, los mimos, los piropos en flor… Aquí ocurre lo que decía Saint Exupéry, que amar es mirar juntos hacia una misma dirección. Es un bello juego de amor, en el que intervienen primero las amigas de la muchacha para enaltecer la belleza de la enamorada (versículos 1 al 5); siguen los elogios encomiásticos del enamorado (versículos 6 al 8) y cierran el capítulo coquetos devaneos de la protagonista, que invita al dueño de su corazón a un paseo mañanero por los viñedos tiernos. Esta parte del poema llega hasta el versículo 4 del capítulo 8. Hay quien dice que cuando una mujer alaba la belleza de otra oculta intenciones menos lisonjeras. Es posible. Aquí, en este texto literario, las amigas de la enamorada encarecen su gracia y su hermosura sin escatimar halagos. En su panegírico lisonjero van de lo menor a lo mayor: comienzan hablando de sus pies y terminan en la cabeza del perfecto cuerpo de mujer doncella. En su descripción de la anatomía femenina emplean imágenes que algún poeta de hoy no incorporaría a sus versos. Pero no conviene olvidar que estamos ante un libro escrito hace tres mil años. Las imágenes, aun­ que primitivas, tienen mucha expresividad.



Elogios de amigas

Para las muchachas de Jerusalén, los pies de la amiga son «her­ mosos en las sandalias» (7:1).

Los contornos de sus muslos son «como joyas» (7:1), gentilmente proporcionados.

El ombligo, «como una taza redonda», lleno de bebida que nunca falta (7:2). 

El vientre, «como montón de trigo», maduro y fecundo (7:2).

Los pechos y el cuello, como ya los describiera el enamorado en el capítulo cuatro (7:3).

Los ojos, «como estanques» (7:4), donde se reflejan las miradas puras.

La nariz, «como la torre del Líbano, que mira hacia Damasco» (7:4). No hay escándalo en esta imagen, porque está hablando de una nariz fuerte, tan hermosa y bien hecha como aquella famosa orre.

La cabeza, «como el Carmelo», monte alto en la geografía física de Israel (7:5). 

Y el cabello de su cabeza, «como la púrpura del rey», suelto, lindo y vistoso (7:5).



Reacción del enamorado

Nada hay tan voluptuoso como la descripción poética de un cuerpo femenino. ¡Pobre del amor que no se alimenta de fantasía! Estimulado por la descripción poética de las amigas, el enamorado rompe en una exclamación de placer. Primero la evoca: «¡Qué hermosa eres, y cuán suave, oh amor deleitoso!» (7:6). E inmediatamente surge el deseo, consecuencia del amor. Amar es salir fuera de sí. La imagina alta, «semejante a la palmera» (7:7). Piensa que sus pechos son dos racimos en flor, y quiere trepar cuerpo arriba para beber el vino fresco y exhalar el suave olor de la manzana que procede de su boca (7:8, 9).



Respuesta de la enamorada

Tampoco la enamorada es de piedra. Sensibilizada por los elogios de las amigas y cercada de amor tras el torrente verbal de su amado, cae rendida. Siguiendo el símil de la vid, afirma que el paladar del hombre que ama es «como el buen vino», que entra «suavemente» y «hace hablar los labios de los viejos» (7:9). 

A partir de aquí persigue la dicha carnal con todos los sentidos alerta. «Yo soy de mi amado» (7:10), dice. Y como el amor busca por instinto la unión de los cuerpos, la muchacha llama, lo invita: «Ven, oh amado mío, salgamos al campo» (7:11). Allí contemplarán juntos el brotar de las vides, verán los granados en flor, aspirarán el olor de las mandrágoras, comerán frutos dulces, nuevos y añejos. «Allí –promete la muchacha– te daré mis amores» (7:12).



Amor desconcertante

Pero la enamorada nos desconcierta un poco en los versículos que siguen. Si bien nada tiene de extraño, porque el amor siempre, o casi siempre, es desconcertante, irracional, loco. Apenas proclamada la dulce unión con su amado en plena naturaleza fértil, ahora llega en sus mimos a imaginarlo y quererlo como el hermanito que quizá nunca tuvo, «que mamó los pechos de mi madre» (8:1). ¿Y para qué desea la bella niña esta íntima relación fraternal? A lo que parece, para hacer su amor más público, para dejar los campos y proclamarlo por las aldeas: «Te besaría, y no me menospreciarían. Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre; tú me enseñarías, y yo te haría beber vino adobado del mosto de mis granadas» (8:2).



No condenemos a la enamorada. Ni siquiera la juzguemos. El amor es en todas sus formas un bello juego. A veces un juego de niños. Además, ella está enferma de amor. Y desde el fondo de su pena suspira por los abrazos del amado: «Su izquierda esté debajo de mi cabeza, y su derecha me abrace» (8:3). Abrazado a mí, advierte la mimosa, «no lo depertéis… hasta que quiera». ¡Qué dulce dormitar! (8:4).


 

 


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